SPIRITUAL COACHING
  ANTHONY ROBBINS
 

 

La palabra «poder» es de las que suscitan emociones fuertes, y muy diversas por cierto. Para unos tiene una connotación negativa; otros no anhelan sino el poder. Algunos consideran que les mancharía, como cosa venal y sospechosa. Y usted, ¿cuánto poder desearía tener? ¿Qué medida de poder le parecería justo alcanzar o desarrollar? ¿Qué significa el poder para usted, en realidad?

Yo no veo el poder como una manera de adueñarse de las personas. No creo que la imposición sea buena, ni le propongo a usted que lo intente. El poder de esa especie rara vez es duradero. Le aconsejo que entienda, sin embargo, que el poder es una constante de este mundo. O da usted forma a sus propias percepciones, o se encargarán de ello otras personas. Para mí el poder definitivo consiste en ser capaz de crear los resultados que uno más desea, generando al mismo tiempo valores que interesen a otros. Es la capacidad para cambiar la propia vida, dar forma a las propias percepciones y conseguir que las cosas funcionen a favor y no en contra de uno mismo. El poder verdadero se comparte, no se impone. Es la aptitud para definir las necesidades humanas y para satisfacerlas (tanto las propias como las de las personas que a uno le importan). Es el don de gobernar el propio reino individual (los procesos del propio pensamiento y los actos de la propia conducta) hasta obtener exactamente los resultados que uno desea.

A través de la historia, la capacidad de controlar nuestras emociones ha asumido muchas formas diferentes y contradictorias. En las épocas más primitivas, el poder era una simple consecuencia de la fisiología: el más fuerte y el más rápido tenía el poder para controlar su propia existencia, así como la de otros. A medida que se desarrolló la civilización, el poder se hizo hereditario. El rey, rodeado de los símbolos de su realeza, mandaba con autoridad indiscutible; otros, poniéndose a su servicio, podían participar de ese poder. Luego, en los primeros tiempos de la Era Industrial, el poder iba asociado con el capital; los que tenían acceso al capital dominaban el proceso industrial. Todas esas cosas conservan todavía cierta importancia: es mejor tener capital que no tenerlo; vale más tener fuerza física que no tenerla. Sin embargo, hoy día una de las fuentes más importantes de poder es la que deriva del saber especializado.

Muchos de nosotros nos hemos enterado ya de que vivimos en la era de la información. Ya no estamos en una cultura primordialmente industrial, sino en la de las comunicaciones. En la época actual, las nuevas ideas, los movimientos y los conceptos nuevos cambian el mundo casi a diario, bien sean tan profundos como la física cuántica o tan vulgares como la mejor manera de comercializar una hamburguesa. Si hay una característica que sirva para definir el mundo moderno, ésa es el flujo masivo, casi inimaginable, de la información... y, por consiguiente, del cambio. La información nueva cae sobre nosotros a través de libros, películas, altavoces y microprocesadores electrónicos, como un ciclón de datos que pueden verse, tocarse y oírse. En esta sociedad, los que poseen la información y los medios para comunicarla tienen lo que solían tener los reyes: un poder ilimitado. Como ha escrito John Kenneth Galbraith: «El dinero fue el motor de la sociedad industrial. Pero en la sociedad de la información, el propulsor, el poder, es el conocimiento. Hemos visto emerger una nueva estructura de clases en donde la división se establece entre quienes tienen la información y quienes se ven obligados a actuar dentro de la ignorancia. La nueva clase dominante extrae su poder, no del dinero, ni de la propiedad de la tierra, sino de los conocimientos».

Lo excitante y lo que interesa observar es que, hoy, esa clave del poder, está a disposición de todos nosotros. En los tiempos medievales, si no se nacía rey resultaba muy difícil llegar a serlo. Al comienzo de la revolución industrial, si no se poseía capital, las posibilidades de llegar a reunirlo, eran desde luego muy escasas. Pero hoy, cualquier muchacho con pantalones vaqueros puede crear una compañía capaz de cambiar el mundo. En la era moderna, la información es la mercancía de los reyes. Los que tienen acceso a determinadas formas del conocimiento especializado pueden transformarse a si mismos y, por muchas  maneras, influir en el mundo entero.

Lo cual nos plantea una cuestión evidente. Cierto que en los Estados Unidos el tipo de conocimiento especializado que se necesita para cambiar la calidad de la propia vida está al alcance de todos, en cualquier librería, tienda de vídeo o biblioteca. Puede uno obtenerlo mediante conferencias, cursos y seminarios. Y todos deseamos triunfar. La lista de los libros más vendidos abunda en recetarios para el éxito: El ejecutivo al minuto, En busca de la excelencia, Megatendencias, Lo que no le enseñaran en la Harvard Business School…  Es una lista inacabable. La información está ahí. Por tanto, ¿a que se debe que unos obtengan resultados fabulosos, mientras otros se limitan a ir tirando? ¿Por qué no somos todos poderosos, felices, sanos, ricos y prósperos?

El hecho es que , incluso en la era de la información, no basta sólo con estar informado. Si no se necesitase más que ideas y una mentalidad positiva, entonces todos habríamos tenido un pony cuando niños y ahora estaríamos viviendo nuestro sueño hecho realidad. Es la acción lo que da consistencia a todo éxito sobresaliente. La acción, y solo ella, produce resultados. El conocimiento no es más que poder en potencia, excepto cuando cae en manos de quien sabe como conducirse a si mismo para actuar con eficacia. O mejor dicho, la definición literal de poder es ésta: «capacidad para actuar».

Lo que hacemos en la vida está determinado por la manera en que nos comunicamos con nosotros mismos. En el mundo moderno, la calidad de vida es calidad de la comunicación. Lo que nos representamos y decimos a nosotros mismos, nuestra manera de movernos y de utilizar los músculos de nuestro cuerpo y nuestras expresiones faciales, determinará en buena medida la cantidad de nuestros conocimientos que apliquemos.

Muchas veces caemos en la trampa mental de contemplar a los que tienen éxito y figurarnos que son así gracias a algún don especial. Sin embargo, un examen más detenido nos demostraría que el don principal que tienen quienes destacan sobre los demás —y lo que les diferencia de éstos— es su aptitud para ponerse en acción. Pero ese «don» puede desarrollarlo cualquiera de nosotros. En fin de cuentas, otras personas poseían los mismos conocimientos que Steve Jobs; otros, además de Ted Turner, habían previsto también que el cable encerraba unas posibilidades enormes. Pero Turner y Jobs supieron lanzarse a la acción, y al hacerlo cambiaron nuestra manera de percibir el mundo.

Todos nosotros producimos dos formas de comunicación que configuran nuestras experiencias vitales. En primer lugar, desarrollamos una comunicación interna, constituida por las cosas que nos representamos, decimos y sentimos en nuestro fuero interno. En segundo lugar, experimentamos la comunicación externa: con el mundo exterior nos comunicamos por medio de palabras, entonaciones, expresiones faciales, posturas corporales y acciones físicas. Cualquier comunicación de las que realizamos es una acción, una causa puesta en movimiento. Y todas las comunicaciones ejercen algún tipo de efecto sobre nosotros mismos y sobre los demás.

La comunicación es poder. Quienes han alcanzado el dominio eficaz de aquélla están en condiciones de modificar su propia experiencia del mundo y la experiencia que el mundo saca de ellos. La totalidad de la conducta y de los sentimientos tiene sus raíces en alguna forma de comunicación. Quienes influyen en los pensamientos, sentimientos y acciones de la mayoría de nosotros son aquellos que saben cómo utilizar esa herramienta de poder. Pensemos en las personas que han cambiado nuestro mundo: John F. Kennedy, Thomas Jefferson, Martin Luther King, Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill, Mahatma Gandhi; o, en una tesitura negativa, recordemos a Hitler. Lo que tuvieron en común esos hombres fue su maestría de la comunicación. Fueron capaces de llevar su visión personal, bien se tratase de enviar un hombre a la Luna o de levantar un Tercer Reich saturado de odio, y comunicarla a los demás con tal coherencia, que les permitió influir sobre los pensamientos y las acciones de las masas. Con su poder de comunicación cambiaron el mundo.

Y en efecto, ¿no es esto mismo lo que distingue de los demás a un Steven Spielberg, a un Bruce Springsteen, a un Lee Iacocca, a una Jane Fonda o a un Ronald Reagan? ¿No son maestros en el empleo de la herramienta de la comunicación humana, la influencia? Pues lo mismo que esas personas sa¬ben mover a las masas por medio de la comunicación, esa herramienta es la que utilizamos también para movernos a nosotros mismos.

El dominio que usted tenga de la comunicación hacia el mundo externo determinará su grado de éxito con los demás (en los aspectos personal, emocional, social y económico). Pero, lo que es más importante, el grado de éxito que usted perciba interiormente (la felicidad, la alegría, el éxtasis, el amor o cualquier otra cosa que usted desee) es el resultado directo de cómo se comunica usted consigo mismo. Lo que uno percibe no es el resultado de lo que le ocurre en la vida, sino de la interpretación que da a lo que le ocurre. La historia personal de quienes triunfan nos demuestra, una y otra vez, que la calidad de la vida no está determinada por lo que nos ocurre, sino por lo que hacemos ante lo que nos ocurre.

Usted es la única persona que puede decidir cómo quiere sentir y actuar, en función de cómo haya elegido percibir su existencia. Nada tiene sentido, excepto el que nosotros mismos le demos. En muchos de nosotros, este proceso de interpretación se ha convertido en un automatismo, pero siempre es posible redirigir ese poder y cambiar inmediatamente nuestra experiencia del mundo.

Este libro tratará de los tipos de acción masiva, enfocada y congruente que producen resultados incontrovertibles. En realidad, si se me obligase a explicar en dos palabras qué pretendo con este libro, contestaría: ¡Producir resultados! Piénselo. ¿No es lo que le interesa en realidad? Quizá quiera usted cambiar su modo de pensar y sentir acerca de sí mismo y del mundo que le rodea. Tal vez le gustaría poder comunicarse mejor, profundizar sus relaciones amorosas, aprender con más facilidad, mejorar su estado de salud y ganar más dinero. Todo eso y mucho más puede crearlo usted mismo, mediante la aplicación eficaz de las informaciones contenidas en este libro. Pero, antes de alcanzar nuevos resultados, debe darse cuenta de que ahora mismo ya los está obteniendo. Aunque a lo peor no son los que usted desea. Muchos creen que nuestros estados mentales, como la mayor parte de lo que ocurre en el interior de nuestra mente, se hallan fuera de nuestro dominio. Pero lo cierto es que uno puede dominar la propia actividad mental y la propia conducta hasta tal punto que nunca hubiera creído posible. Cuando está usted deprimido, lo que crea y produce son síntomas de lo que usted mismo llama depresión y cuando se halla en éxtasis es también usted mismo quien ha creado tal estado.

Es importante recordar que los estados emocionales, como la depresión, no son cosas que le ocurran a uno porque sí. Uno no «cae» en una depresión, sino que la crea, lo mismo que cualquier otro «resultado» de la vida, mediante unas acciones mentales y psíquicas determinadas. El que se siente deprimido está contemplando su vida de una manera particular, y se dice ciertas cosas a sí mismo con una cierta entonación precisa, y adopta una postura específica y un ritmo de respiración típico. Cuando uno quiere sentirse deprimido, por ejemplo, suele ser útil dejar caerlos hombros y mirar con frecuencia al suelo. Hablar con un tono de voz tristón e imaginar que le ocurren a uno las peores situaciones posibles también contribuye mucho. Y si estropea usted la bioquímica de su organismo por medio de una dieta incorrecta, o abusando del alcohol u otras drogas, ayuda a su cuerpo a reducir el nivel de azúcar en la sangre y la depresión está prácticamente garantizada.

Lo que pretendo demostrar con ello es, sencillamente, que se necesita un esfuerzo para crear una depresión. Es una actividad laboriosa y que exige ciertos tipos de acciones específicas. Sin embargo, algunas personas han creado ese estado tan a menudo que les resulta sumamente fácil producirlo. En realidad, con frecuencia aciertan a vincular este modelo de comunicación interna con los acontecimientos externos de cualquier signo. Y en algunos casos obtienen de ello muchos beneficios de orden complementario —como atención por parte de los demás, compasión, cariño, etcétera—, de manera que adoptan dicho estilo de comunicación como su modo de vida natural. Quienes llevan mucho tiempo viviendo así acaban por encontrarlo cómodo; se identifican con ese estado. Sin embargo, uno puede todavía cambiar sus acciones mentales y físicas y, por tanto, modificar inmediatamente sus emociones y su comportamiento.

Se puede entrar en éxtasis adoptando directamente el punto de vista que produce dicha emoción. Traiga usted a su mente la clase de cosas que podrían crearla. Cambie el tono y el contenido de su diálogo consigo mismo. Adopte las posturas específicas y los ritmos de respiración que crean tal estado en su organismo, y voilà! Ya está usted experimentando el éxtasis. Si desea ser compasivo, cambie sus acciones físicas y mentales para que correspondan a las que exige esa disposición de ánimo llamada compasión. Lo mismo ocurre con el amor o cualesquiera otras emociones.

Podemos imaginar el proceso de la creación de estados emocionales como algo parecido al trabajo de un realizador cinematográfico. Para obtener los resultados exactos que se ha propuesto, el director de una película manipula lo que usted ve y oye. Si le quiere asustar, aumentará el volumen de la banda sonora y presentará en la pantalla, exactamente en el momento oportuno, algún efecto especial. Si quiere hacer que se sienta usted exaltado, arreglará la música, la iluminación y todo lo que haya de aparecer en pantalla para conseguir tal efecto. De un mismo argumento, un realizador puede sacar una comedia o una tragedia, según lo que decida llevar a la pantalla. Usted puede hacer lo mismo con la pantalla de su mente. Puede dirigir su actividad mental, que es el fundamento de toda acción física, con la misma habilidad y eficacia. Puede aumentar la iluminación y el volumen de los mensajes positivos de su cerebro, y quitar luz y sonido a los negativos. Puede dirigir su cerebro con la misma maestría con que Steven Spielberg o Martin Scorsese dirigen su plató.

Algunas de las cosas que voy a decir le parecerán difíciles de creer. Usted seguramente no creerá que basta mirar a una persona para saber lo que está pensando, o que usted mismo es capaz de movilizar sus recursos internos más poderosos mediante un simple acto de la voluntad. Pero si hace cien años hubiera sugerido que los hombres pisarían la Luna, se le habría juzgado chiflado y lunático (¿de dónde diría que procede esa palabra?). Si hubiera dicho que se podría viajar de Nueva York a Los Ángeles en cinco horas, le habrían llamado soñador absurdo. Para hacer posibles esas cosas sólo faltaba el dominio de ciertas técnicas especiales y de las leyes de la aerodinámica. Más aún, en la actualidad una empresa aeroespacial está estudiando un vehículo que, según dicen, trasladará a los viajeros de Nueva York a California en doce minutos. De una manera comparable, en este libro estudiará usted las «leyes» de las Técnicas del Rendimiento Óptimo (Optimum Performance Technologies®) y con ellas tendrá acceso a recursos que nunca había creído posible poseer.

 

Para toda disciplina existe una recompensa múltiple.

JIM ROHN

 

Quienes han alcanzado la excelencia siguen un camino coherente hacia el éxito: yo lo llamo la Fórmula Definitiva del Triunfo. En dicha fórmula, el primer factor estriba en saber exactamente cuál ha de ser el resultado, o sea definir con precisión lo que uno quiere conseguir. El segundó factor consiste en pasar a la acción, ya que de lo contrario los deseos quedarían para siempre en la esfera de los sueños. Hay que emprender acciones del tipo que tenga más probabilidad de producir los resultados que uno desea. Ello no ocurrirá infaliblemente, de manera que el tercer factor estriba en desarrollar la agudeza sensorial que se necesita para distinguir qué clase de reacciones y resultados obtenemos como consecuencia de nuestras acciones, y en observar cuanto antes si estamos en el camino correcto o nos desviamos por defecto o por exceso. Es preciso conocer adonde nos llevan nuestros actos, bien se trate de una conversación o de los hábitos cotidianos de nuestra vida. Si lo que obtenemos no es lo que esperábamos, hay que anotar los resultados producidos por nuestras acciones a fin de que todas las experiencias nos sirvan de enseñanza. Con lo cual pasamos al cuarto factor, que estriba en desarrollar la flexibilidad imprescindible para modificar el rumbo de nuestra conducta hasta conseguir lo que queremos. La observación del comportamiento de quienes destacan nos dice que ésos son los pasos que ellos han seguido. Empezaron con una meta, blanco u objetivo, puesto que no es posible acertar cuando uno no sabe adonde apunta. Luego emprendieron la acción, porque no basta sólo con el saber. Poseyeron la cualidad de leer en los demás, para descubrir qué reacciones suscitaban. Y supieron adaptarse corregirse a sí mismos, modificar su comportamiento hasta cosechar el fruto de su trabajo.

Consideremos el caso de Steven Spielberg. A la edad de treinta y seis años se había convertido ya en el realizador con más éxito de toda la historia del cine. A él se le deben cuatro de las diez películas más taquilleras de todos los tiempos, entre las cuales figura E. T., El Extraterrestre, la más taquillera de todas. ¿Cómo pudo llegar tan alto a tan temprana edad? Es una historia notable.

A los doce o trece años de edad, Spielberg ya sabía que quería ser director de cine. Su vida cambió a los diecisiete años, la tarde en que participó en una visita turística a los estudios de la Universal. La visita no pasó por los platos de rodaje, donde se desarrolla la verdadera actividad, de modo que Spielberg, teniendo en mente su objetivo, pasó a la acción y se apartó del grupo para observar a escondidas la filmación de una película. La aventura acabó en un cara a cara con el jefe del departamento de montaje de la Universal; la conversación duró una hora y su interlocutor mostró un vago interés por las actividades fílmicas de Spielberg.

Para la mayoría de las personas, el relato habría terminado aquí. Pero Spielberg no era como la mayoría de las personas. Sabía lo que quería. Había aprendido de su primera visita, de modo que cambió su planteamiento. Al día siguiente se puso un traje, se llevó el maletín de su padre (que no contenía más que un bocadillo y dos barras de caramelo) y se metió en los estudios como si formase parte del personal, pasando por delante de los guardias con la mayor naturalidad desde el primer día. Luego se hizo con una camioneta abandonada y le colocó un rótulo —«Steven Spielberg, director»— hecho con letras adhesivas. De esta manera pasó todo el verano visitando a directores, guionistas y montadores, moviéndose cerca de las fronteras del mundo en que deseaba entrar, mientras aprovechaba para observar y desarrollar su sentido de lo que da eficacia a una película.

Por último, a los veinte años de edad, y convertido ya en un asiduo de los estudios, Steven presentó a la Universal una película que había conseguido llevar a cabo y obtuvo un contrato de siete años para dirigir una serie de televisión. Había convertido sus sueños en realidad.

¿Se atuvo Spielberg a la Fórmula Definitiva del Triunfo? Desde luego que sí. Poseía ese conocimiento especializado que consiste en saber lo que uno quiere. Pasó a la acción, y mostró la agudeza de percepción necesaria para saber qué resultados estaba obteniendo, es decir si su actuación le acercaba a la meta o le alejaba de ella. Y tuvo flexibilidad para cambiar su comportamiento hasta obtener lo que quería. Lo mismo puede decirse de prácticamente todos los triunfadores a los que conozco. Son coherentes en su actitud de cambiar y ser flexibles hasta que han creado lo que deseaban hacer en la vida.

Consideremos a Barbara Black, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, que se propuso llegar a ser decana algún día. Era todavía muy joven cuando rompió el monopolio masculino y consiguió licenciarse en Derecho por aquella universidad. Luego optó por aplazar sus objetivos en la carrera elegida mientras se dedicaba a un nuevo objetivo, la creación de una familia. Nueve años después decidió que ya era hora de consagrar otra vez su atención al primer objetivo, así que se matriculó en un curso de la Universidad de Yale para posgraduados y desarrolló su capacidad para la docencia, la investigación y la publicación hasta alcanzar «el empleo que siempre había ambicionado». Es decir, supo ampliar su sistema de creencias, modificar su planteamiento y combinar dos objetivos, hasta convertirse en decana de una de las facultades de Derecho más prestigiosas de los Estados Unidos. Rompió moldes y demostró que el éxito se puede crear simultáneamente en más de un aspecto. ¿Siguió este personaje la Fórmula Definitiva del Triunfo? Por supuesto. Sabiendo lo que deseaba, intentó hacer algo, y en vista de que no funcionaba se cambió a sí misma hasta llegar a averiguar cómo equilibrar su vida. Además de presidir una facultad importante, ahora es también madre y esposa.

He aquí otro ejemplo. ¿Alguna vez ha comido usted en un restaurante Kentucky Fried Chicken? ¿Sabe usted cómo construyó el coronel Sanders el imperio que le hizo millonario y modificó los hábitos alimenticios de todo un país? Cuando empezó, no era más que un jubilado que tenía una receta para asar el pollo. Eso era todo. Ni organización, ni nada. Era propietario de un pequeño restaurante que se arruinó cuando cambiaron el trazado de una carretera principal. Después de cobrar su primer cheque de la Seguridad Social decidió averiguar si se podía ganar algún dinero vendiendo su receta. Lo primero que se le ocurrió fue ofrecer dicha fórmula a los dueños de varios restaurantes, por si se avenían a pagarle un tanto por ciento de la recaudación.

Resultó que no era la idea más realista para empezar un negocio, y según le fueron las cosas al principio nadie hubiera dicho que estaba lanzado hacia el estrellato. Recorrió todos los Estados Unidos durmiendo en su coche y tratando de hallar un patrocinador. Cambió incesantemente su idea inicial y llamó a muchas puertas. Le dieron calabazas 1.009 veces hasta que ocurrió algo milagroso. Alguien dijo «sí» y el coronel se halló de nuevo en activo.

¿Cuántos de nosotros tenemos una receta? ¿Cuántos poseemos tanta resistencia física y carisma como un anciano gordinflón de traje blanco? El coronel Sanders hizo fortuna porque poseyó la cualidad precisa para una acción masiva y persistente. Fue capaz de escuchar mil veces la palabra«no» y, sin embargo, seguir comunicándose consigo mismo de tal manera que le permitía llamar a la puerta siguiente, totalmente convencido de que podía ser la de alguien que le contestara con un «sí».

Todas las páginas de este libro van encaminadas de un modo u otro a suministrar al cerebro del lector las señales más eficaces en cuanto a capacitarle para una acción coronada por el éxito. Casi todas las semanas dirijo un cursillo de cuatro sesiones titulado «La revolución mental»; en este cursillo enseñamos a los asistentes muchas cosas, desde cómo regir con más eficacia su propio cerebro hasta la manera de comer, respirar y hacer ejercicio con vistas a maximizar la energía personal. El primer día del cursillo, por la tarde, se organiza un acto llamado «Del temor al poder», ya que la finalidad del cursillo reside en que las personas aprendan a actuar en vez de permanecer inmovilizadas por su miedo. Al término de dicho acto se ofrece a los presentes la oportunidad de caminar sobre un lecho de carbones encendidos, de unos tres o cuatro metros de longitud; en los grupos más avanzados hacemos que recorran hasta doce metros de brasas. Este paseo por la hoguera ha fascinado a los medios de comunicación hasta tal punto, que sospecho que pasa desapercibido el verdadero mensaje del acto. El cual no consiste precisamente en el mero andar sobre las brasas; supongo que cualquiera puede darse cuenta de que un alegre paseo sobre carbones ardiendo no supone ningún gran beneficio económico ni social. En realidad, se trata de suministrar una experiencia directa de lo que es el poder individual y una metáfora acerca de sus posibilidades: una oportunidad para que las personas vean que pueden alcanzar resultados antes inimaginables para ellas mismas.

En cierto sentido, hace miles de años que la gente camina sobre brasas de una manera u otra. En algunos lugares del mundo esto se practica como una demostración de fe. Pero cuando yo organizo un paseo sobre una hoguera, ello no forma parte de experiencia religiosa alguna, al menos en el sentido convencional, aunque desde luego sea una experiencia de fe. Le enseña a la gente, al nivel más visceral, que puede hacer lo que jamás hubiera creído posible y que los temores y limitaciones más graves son los que uno se impone a sí mismo.

En cuanto a que uno esté en condiciones de andar sobre brasas o no, la única diferencia estriba en la capacidad que tenga para comunicarse consigo mismo de tal manera que motive la acción, pese al miedo que uno tiene programado en su fuero interno en lo relativo a las posibles consecuencias. La moraleja es que las personas pueden hacer prácticamente cualquier cosa si logran encontrar dentro de sí los recursos para creer que pueden y para poner efectivamente manos a la obra.

Todo esto conduce a un hecho sencillo e indiscutible: el éxito no se produce por casualidad. La diferencia entre las personas que ofrecen resultados positivos y las que no, no es un golpe de suerte afortunado. Existen unos patrones de acción coherentes y lógicos, unos caminos determinados hacia la excelencia, y están al alcance de todos nosotros. Todos podemos hacer aflorar el poder mágico que albergamos. Sencillamente, hay que aprender a poner en marcha y utilizar nuestra mente y nuestro cuerpo de la forma más poderosa y provechosa.

¿Se ha preguntado usted alguna vez en qué pueden coincidir un Spielberg y un Springsteen? ¿Qué tenían John F. Kennedy y Martin Luther King para concitar la lealtad de tantas personas y conmoverlas de una manera tan honda? ¿Qué es lo que distingue de las masas a Ted Turner y Tina Turner? ¿En qué se parece Pete Rose a Ronald Reagan? Todos ellos se han mostrado capaces de actuar coherentemente y con eficacia en orden a la realización de sus sueños. ¿Y por qué perseveran, día tras día, poniendo todo su ser en todo lo que hacen? Muchos son los factores que contribuyen a la explicación, naturalmente. Pero creo que cabe condensarlos en siete rasgos fundamentales que les sirven de impulso para hacer lo necesario para triunfar. Éstos son los siete mecanismos activadores básicos que pueden garantizarle éxito también a usted:

 

Rasgo número uno: ¡La pasión! Todas esas personas han descubierto una razón que las consume, les da energía, casi las obsesiona, y las impulsa a obrar, a progresar, a destacar. Es la locomotora que tira del tren de su éxito poniendo en juego sus más hondas capacidades. Es la pasión lo que hace que Pete Rose siga lanzándose todavía en plancha, cuando llega a la segunda base, como si fuese un recién seleccionado en su primer partido de primera división de béisbol. La pasión que pone un Lee Iacocca en lo que hace es lo que le distingue de tantos otros. Es la pasión lo que impulsa a los investigadores en informática que invierten años en crear una innovación capaz de llevar a hombres y mujeres al espacio y hacerles regresar sanos y salvos. Por pasión, uno madruga y trabaja hasta altas horas de la noche. Pasión es lo que quiere hallar la gente en sus relaciones; la pasión da vigor a la existencia y le confiere savia y sentido. No se alcanza la grandeza sin una pasión por ser y hacer algo grande; no importa si las aspiraciones son las de un atleta o las de un científico, las de un padre de familia o las de un hombre de negocios. En el capítulo 11 descubriremos cómo desatar esa fuerza interior mediante el poder de los objetivos.

 

Rasgo número dos: ¡La fe! Todas las doctrinas religiosas de este planeta nos hablan del poder de la fe y de las creencias de la humanidad. Son las creencias lo que distingue principalmente a quienes destacan en algo grande de quienes fracasan, ya que nuestra fe en lo que somos y podemos llegar a ser determina con bastante exactitud lo que seremos. Si creemos en la magia, tendremos una vida mágica; si creemos que en la vida predominan las limitaciones, nos habremos puesto límites muy reales. Lo posible es aquello que nosotros creamos verdadero, posible o real. En este libro se le facilitará a usted un método especial y científico para modificar con rapidez su sistema de creencias, de manera que le ayude a lograr sus objetivos más deseados. Muchas personas tienen la pasión, pero al haberse reducido a unos límites estrechos en virtud de lo que creen ser ellas mismas y de cómo valoran sus posibilidades, nunca llegan a emprender las acciones que les permitirían convertir sus sueños en realidades. En los capítulos 4 y 5 veremos lo que son los sistemas de creencias y cómo utilizarlas.

La pasión y la fe se combinan para dar el «combustible», el impulso que lleva a la excelencia. Pero no basta con el impulso, como tampoco no basta cargar de combustible un cohete y enviarlo a ciegas hacia los cielos. Además de esa fuerza, se necesita un sentido, una noción inteligente de progresión lógica. Para dar en nuestro blanco necesitamos también el siguiente rasgo.

 

Rasgo número tres: ¡La estrategia! La estrategia es la manera de organizar los recursos. Cuando Steven Spielberg decidió convertirse en cineasta, se trazó la línea que le conduciría hacia el mundo que deseaba conquistar. Se imaginó lo que necesitaba aprender, a quién le convenía conocer y lo que debía hacerse. Tuvo la pasión y la fe, pero también la estrategia necesaria para que estos factores desarrollaran su potencial máximo. Ronald Reagan ha desarrollado ciertas estrategias de comunicación que suele aplicar con gran constancia hasta obtener los resultados que busca. Todo gran artista del espectáculo, político, padre de familia o patrono sabe que para triunfar no basta con los recursos; es preciso utilizarlos del modo más eficaz. Buscar una estrategia equivale a admitir que el talento y la ambición, por sobresalientes que sean, siempre necesitan encontrar un camino bien orientado.Uno puede abrir una puerta derribándola, o descubrir que no estaba echada la llave. En los capítulos 7 y 8 veremos qué estrategias conducen a la excelencia.

 

Rasgo número cuatro: ¡La claridad de los valores! Cuando pensamos en lo que ha engrandecido a muchos países se nos ocurren cosas tales como el patriotismo y el orgullo, la tolerancia y el amor a la libertad. Esos son valores: los juicios fundamentales de orden ético, moral y práctico que formulamos acerca de lo que realmente importa. Los valores son sistemas de creencias que nos sirven especialmente para juzgar lo que está bien y lo que está mal en nuestras vidas; son nuestros juicios acerca de lo que vale la pena. Muchas personas no tienen una noción clara de lo que es importante para ellas. A menudo los individuos hacen cosas por las que luego se sienten descontentos de sí mismos, sencillamente porque no tienen claro lo que inconscientemente creen que está bien para ellos y para los demás. Cuando contemplamos a los grandes triunfadores vemos que casi siempre son personas con un gran sentido de lo que fundamentalmente les importa en realidad. Pensemos en Ronald Reagan, John F. Kennedy, Martin Luther King o Jane Fonda. Son personas cuyas visiones difieren mucho, pero que coinciden en poseer un fundamento moral básico, un sentido de lo que son y de por qué hacen lo que hacen. Una comprensión clara de los valores es una de las claves más exigentes, y al propio tiempo más gratificantes, para alcanzar la excelencia. Ampliaremos estas consideraciones en el capítulo 18.

Como probablemente habrá observado el lector, todos estos rasgos se alimentan e influyen mutuamente. ¿Tiene la pasión algo que ver con las creencias? Sí, naturalmente. Cuanto más convencidos estemos de que podemos realizar algo, más recursos, por lo general, estaremos dispuestos a invertir en su consecución. Ahora bien, ¿basta la fe, por sí sola, para alcanzar la excelencia? Es un buen comienzo, pero si confía usted en ver salir el sol y se plantea como estrategia para alcanzar ese objetivo la de echar a correr hacia el oeste, es probable que choque con algunas dificultades. Y nuestras estrategias para el triunfo, ¿se ven afectadas en algún sentido por nuestros valores? Desde luego. En el supuesto de que la estrategia planteada le exigiese hacer cosas contrarias a sus creencias inconscientes sobre lo que está bien o mal para su vida, no funcionará, por bien concebida que estuviese. Esto lo vemos a menudo en aquellas personas que empiezan a triunfar, pero acaban por sabotear su propio éxito. En estos casos, el problema estaba en un conflicto interno entre los valores individuales y la estrategia seguida para alcanzar el éxito.

De la misma manera, las cuatro cosas que hemos considerado hasta aquí son inseparables del rasgo número cinco.

 

Rasgo número cinco: ¡La energía! La energía puede ser la entrega total y jubilosa de un Bruce Springsteen o de una Tina Turner. O el dinamismo empresarial de un Donald Trump o un Steve Jobs. O bien la vitalidad de un Ronald Reagan o una Katherine Hepburn. A la excelencia difícilmente se llega paseando a ritmo demasiado sosegado. Los triunfadores se apoderan de las oportunidades y les dan forma. Viven como obsesionados por las maravillosas ocasiones de cada día, convencidos de que lo único que no le sobra a nadie es el tiempo. En el mundo son muchos los que tienen una pasión en la que creen a ciegas, y conocen la estrategia que les permitiría satisfacerla, y tienen un orden claro de valores, pero simplemente carecen de la vitalidad física que necesitarían para actuar como ellos saben. El triunfo a lo grande es inseparable de la energía física, intelectual y psíquica que se necesita para sacar el máximo de nuestras posibilidades. En los capítulos 9 y 10 aprenderemos y aplicaremos los útiles o instrumentos que nos aseguran un aumento inmediato de nuestra vibración física.

 

Rasgo número seis: ¡Poder de adhesión! Casi todos los triunfadores tienen en común una extraordinaria capacidad de adhesión, es decir un talento para conectar y establecer relaciones con las demás personas, cualesquiera que sean sus orígenes sociales y sus creencias. No digo que no pueda darse a veces un genio solitario, inventor de algo capaz de cambiar el mundo; pero si el genio se pasa toda la vida en confinamiento solitario, habrá triunfado en un aspecto pero fracasado en otros muchos. Los grandes triunfadores (los Kennedy, los King, los Reagan, los Gandhi...) tienen siempre la cualidad de crear lazos que les unen con millones de contemporáneos. El mayor triunfo no sucede en los escenarios del mundo, sino en los repliegues íntimos del corazón. Y en el fondo, todos deseamos establecer relaciones duraderas de afecto con otros, pues sin ellas cualquier éxito o cualquier excelencia nos parecerían hueros y vacíos. En el capítulo 13 profundizaremos esta cuestión.

 

Rasgo número siete: ¡Maestría en las comunicaciones! Es el tema esencial de este libro. El modo en que nos comunicamos con otros, y el modo en que nos comunicamos con nosotros mismos, determinan en último término la calidad de nuestra vida. Las personas que tienen éxito son las que han aprendido a aceptar cualquier desafío que les presente la vida y a comunicar esa experiencia consigo mismos de tal manera que logran cambiar las cosas a mejor. Las personas que fracasan se resignan ante las adversidades de la vida y las asumen como limitaciones. Las gentes que conforman y moldean nuestras existencias y nuestras culturas son también maestros en comunicarse con los demás. En todos ellos hallamos la capacidad de transmitir una visión, una búsqueda, una alegría o una misión. El dominio de las comunicaciones es lo que hace a los grandes padres, los grandes artistas, los grandes políticos y los grandes maestros. En casi todos los capítulos de este libro nos veremos obligados a tratar de la comunicación de un modo u otro, por lo que representa como puente capaz de vencer separaciones, construcción de nuevos caminos y difusión de nuevas visiones.

La primera parte de la presente obra le enseñará cómo adueñarse de su propio cerebro y de su cuerpo, y dirigirlos con más eficacia que nunca. Para ello actuaremos sobre factores que afectan al modo en que usted se comunica consigo mismo. En la segunda parte, estudiaremos cómo descubrir lo que usted realmente le pide a la vida, y cómo puede comunicarse más eficazmente con los demás y averiguar, al mismo tiempo, qué patrones de conducta crean habitualmente los distintos tipos de personas. En la tercera parte consideraremos desde una perspectiva global y más amplia cómo nos comportamos, qué cosas nos motivan y qué aportación podemos realizar, en un plano más vasto, extrapersonal; en ella abordaremos cómo combinar las aptitudes que usted habrá aprendido, para convertirse en un líder.

Mi intención, desde el momento en que me puse a escribir esta obra fue dar un libro de texto a la ciencia del desarrollo humano, un libro lleno de lo mejor y más reciente de las técnicas de perfeccionamiento. Deseaba poner en manos del lector las cualidades y las estrategias que le permitirían cambiar en todo cuanto quisiera, y eso en mucho menos tiempo del que nunca hubiera creído posible. Deseaba proporcionarle a usted, de modo muy concreto, una oportunidad para mejorar inmediatamente la calidad de su experiencia vital. Y también quise crear una obra a la que usted tendría que remitirse una y otra vez, encontrando siempre que lo hiciese alguna cosa útil para su vida. Sabía que muchos de los temas que iba a tratar daban para escribir un libro entero sobre cada uno de ellos. Pero deseaba que la información suministrada al lector fuese completa, algo que le sirviera en todos los terrenos. Así pues, espero que halle usted todo eso en esta obra.

Cuando estuvo terminado el manuscrito, las impresiones de los primeros lectores fueron muy favorables, excepto en una cosa que me fue repetida por más de uno: «Tiene usted dos libros ahí. ¿Por qué no los separa, publica uno de ellos ahora y lanza otro, a título de continuación, doce meses después?». Mi objetivo consistía en suministrarle a usted, el lector, la mayor calidad de información en el menor tiempo posible. No deseaba administrar los temas a manera de píldoras. Sin embargo, me preocupaba que muchas personas ni siquiera llegasen a los capítulos que considero más importantes, pues se me había explicado que, según varios estudios, menos

del 10 por ciento de los compradores de un libro se lo leen más allá del primer capítulo. Al principio me costó dar crédito a esa estadística. Hasta que recordé que menos de un 3 por ciento de los habitantes de nuestro país, los Estados Unidos, gozan de independencia financiera, que menos de un 10 por ciento tienen un objetivo establecido por escrito, que sólo un 35 por ciento de las mujeres norteamericanas dicen encontrarse en buena forma física (entre los hombres el porcentaje es incluso inferior ) y que en muchos de nuestros estados uno de cada dos matrimonios termina en divorcio. Sólo un pequeño porcentaje vive realmente tal como había soñado. ¿Por qué? Pues porque eso requiere un esfuerzo; requiere una acción perseverante.

Al multimillonario tejano del petróleo Bunker Hunt le preguntaron una vez si tenía algún consejo que dar a quienes desearan triunfar. Contestó que el éxito es cosa sencilla. En primer lugar, uno decide expresamente lo que quiere; en segundo lugar, decide si está dispuesto a pagar el precio necesario para conseguirlo. Y luego hay que pagar ese precio. A largo plazo no se obtiene lo que se desea si no se pasa por esa segunda fase. Por mi parte, a las personas que saben lo que quieren y están dispuestas a pagar un precio por obtenerlo me gusta llamarles «los pocos que hacen» en contraposición con «los muchos que hablan». Le desafío a que se entretenga con el material aquí ofrecido, se lo lea por entero, comparta con otros lo aprendido y sepa disfrutarlo.

En este capítulo he subrayado la importancia primordial de la acción efectiva. Pero hay muchas maneras de poner manos a la obra; muchas veces la elección depende de un largo proceso de errores y nuevos ensayos. Muchos de los grandes triunfadores tuvieron que corregirse y cambiar de planteamiento incontables veces, antes de alcanzar sus objetivos. Equivocarse y volver a empezar está muy bien, sólo que consume enormes cantidades del único recurso que jamás nos sobrará a ninguno de nosotros: el tiempo.

 
 
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