SI DESEAS REALIZARTE UNA RECONEXION O UNA SANACIÓN RECONECTIVA EN CARACAS PUEDES LLAMAR AL 04168343560, EN MARACAIBO AL 04146019933
o visita el sitio www.rafaelcoriat.es.tl
LA RECONEXION
POR ERIC PEARL
Todos tenemos un propósito en la vida... un don único o un talento
especial que dar a los demás. Y cuando mezclamos este talento único con el
servicio a los demás, experimentamos éxtasis y júbilo en nuestro espíritu,
que es la última meta de todas las metas.
Dr. Deepak Chopra
Me han hecho muchos regalos en mi vida. Uno de ellos es la asombrosa habilidad para devolver la salud, que como verás al pasar estas páginas, no entiendo por completo (aunque estoy cerca). Un segundo regalo ha sido mi descubrimiento de que ciertamente hay mundos que existen fuera de éste. Un tercer regalo es la oportunidad que se me dio de escribir este libro y compartir la información que había adquirido hasta ahora.
Lo más maravilloso del primer regalo es que, a través de él, me he dado cuenta de que tenía un propósito en la vida y que he sido bendecido no sólo por ser capaz de reconocer ese propósito, sino por vivirlo activa y conscientemente. De los regalos de la vida, éste es realmente uno de los mejores.
El segundo regalo me dio la habilidad de reconocer mi verdadero Ser, de comprender que soy un ser espiritual, y que mi experiencia humana es exactamente ésa: mi experiencia humana. No es sino una experiencia de quién soy. Hay otras. Así como veo mi espíritu ir más allá en cada cosa que hago, soy capaz de ver -y tocar- también el de otros. Éste es un regalo increíble, y aunque ha estado delante de mí desde siempre, no lo había notado hasta ahora. Este segundo regalo me dio la perspectiva de mi propósito.
El tercer regalo es el que dio aliento a un nuevo elemento de vida dentro de los dos anteriores. Hasta hace poco, había estado compartiendo el regalo de la sanación con otros, uno a uno. Aunque amaba lo que estaba haciendo, sabía que era para ser compartido con más gente. No le estaba haciendo un favor quedándomelo para mí... y no me lo estaba quedando intencionadamente. Lo veía como un regalo (que lo es), y por lo tanto pensaba que no se lo podía dar a otros (que lo puede ser).
Fui paciente conmigo. Sabía que pronto podría reconocer la imagen completa. Conforme su habilidad para lograr la sincronización armónica en otros se hacía conocida, comencé a dar seminarios donde había una gran cantidad de gente que era capaz de interactuar con ella de primera mano. Descubrir que este regalo de sanación puede ser activado en otros a través de la televisión también fue muy excitante. Al igual que a través de la palabra escrita (bueno, esto parece sacar a relucir una dimensión completamente nueva de transmisión). Lo más convincente sobre comunicarse a través de lo impreso o de medios televisivos es que permite a mucha más gente experimentar la activación de sus habilidades de sanación en ellos mismos. Me di cuenta de que era el momento para un cambio en nuestro entendimiento; para que la raza humana vea que -no quiero parecer demasiado religioso- dondequiera que haya dos o más personas juntas, podemos sernos útiles unos a otros. Podemos facilitar la sanación del otro. Y ahora debemos hacerlo en niveles que antes no estaban disponibles para nosotros.
Me he dado cuenta de que mi regalo no sólo es para ayudar a otros, sino para ayudar a otros para que ayuden a los demás. Esto me ha proporcionado un vehículo más amplio con el que comenzar a cumplir mi propósito.
Este libro es una combinación del manual de instrucciones que no se me dio nunca... y una activación para que inicies tu propio camino.
Tanto si tu intención es convertirte en sanador, conseguir que tu actual habilidad como sanador llegue a niveles más altos -o simplemente tocar las estrellas para saber que realmente existen- este libro está escrito para ti.
Pero también está escrito para mí. Es una expresión de mi propósito en la vida, que por fin encontré. O, quizá debo decir, el propósito me encontró a mí. Espero que te ayude a encontrar el tuyo también.
El regalo
Capítulo Uno
Primeros pasos
Sólo hay dos maneras de vivir tu vida. Una es como si nada fuera un milagro, ha otra es como si todo fuera un milagro.
Albert Einstein
El milagro de Gary
¿Cómo pudo esta persona subir las escaleras?, pensé, mirando a través del ventanal junto a la entrada de mi oficina. Mi nuevo paciente acababa de subir la escalera. Se movía en una serie de pasos y pausas, durante las cuales miraba al siguiente escalón, preparándose para el esfuerzo. Una vez más me pregunté si poner un consultorio quiropráctico en el segundo piso de un edificio sin ascensor había sido la mejor idea. ¿No sería como poner una tienda de reparación de frenos al pie de una colina empinada?
No tenía muchas opciones cuando abrí el consultorio en 1981 y, como se podía ver, ahora tenía incluso menos... aunque las razones habían cambiado. Durante los 12 años que llevaba aquí, mi consultorio quiropráctico había llegado a ser uno de las más grandes de la ciudad de Los Angeles. ¿Cómo podía cerrarlo y trasladarme?
Decidí no salir a ayudar a ese hombre en el último par de escalones. No quería disminuir su inminente sensación de éxito. Podía ver en su cara la absoluta determinación de un montañero escalando la última pendiente del Monte Everest. Cuando se tambaleó por última vez en el descansillo no podía ayudarle, pero me recordó el valor que tenía el Jorobado de Notre Dame para alcanzar la torre de la campana.
Una mirada al informe del paciente reveló que su nombre era Gary. Vino a mí por su dolor de espalda de toda la vida. No era sorprendente. Aunque joven y saludable, tenía una postura torturadora que se hacía evidente desde que su cuerpo se hacía visible. Su pierna derecha era varios
centímetros más corta que la izquierda, y su cadera derecha estaba bastante más alta. Debido a su deformidad, caminaba con una cojera exagerada, balanceando la parte exterior de su cadera derecha con cada paso, después empujaba su cuerpo hacia delante para alcanzarla. Su pie derecho se giraba hacia dentro y se quedaba encima del izquierdo para que sus dos piernas actuaran como una sola gran pierna, equilibrando el peso de su cuerpo. Para mantenerse sin caer, su espalda se arqueaba hacia delante en un ángulo aproximado de 30 grados, dándole la apariencia de estar preparándose para tirarse a una piscina. Su postura y su manera de andar daban como resultado sus intensos problemas de espalda, desde la infancia hasta ahora.
Pronto, Gary me fue metiendo en su historia. Resultó que, de alguna manera, él había estado luchando contra una escalera desde el momento de su nacimiento. El doctor cortó su cordón umbilical demasiado pronto, interrumpiendo el suministro de oxígeno en su cerebro infantil. Cuando sus pulmones comenzaron a reaccionar, el mal estaba hecho: su cerebro se vio afectado de tal manera que el lado derecho de su cuerpo no se desarrolló simétricamente.
A los 14 años, explicó Gary, había visitado a más de 20 doctores en un intento de remediar su condición. Se le practicó cirugía para ayudar a su postura y forma de andar alargando el tendón de Aquiles de su pierna derecha. No funcionó. Le pusieron zapatos y aparatos ortopédicos. Ningún resultado. Cuando los espasmos que afligían sus piernas comenzaron a ser más y más violentos, a Gary se le prescribieron potentes medicinas antiespasmódicas. Los espasmos parecían aumentar con la medicación, que por otro lado le embotaba y desorientaba.
Finalmente, Gary acudió al consultorio de un famoso y reconocido especialista. Si alguien podía ayudarle, Gary estaba seguro de que sería este hombre.
Después de un exhaustivo examen, el doctor se sentó, le miró a los ojos, y le dijo que no había nada que él pudiera hacer. Gary tendría siempre sus problemas de espalda, dijo, además de que sus problemas aumentarían con la edad, su esqueleto continuaría deteriorándose, e incluso podría acabar su vida en una silla de ruedas. Gary miró fijamente al doctor.
Gary había puesto todas sus esperanzas y expectativas en este médico profesional, pero dejó el consultorio sintiéndose más abatido que nunca. Fue el día, según dijo Gary, que él «rompió mentalmente con el sistema médico».
Habían pasado trece años. Mientras entrenaba con una conocida, Gary le comentó que había tenido un inusual y fuerte dolor de espalda. Aunque parezca mentira, ella había sido paciente mía dos años antes, después de un accidente de moto. Le hablo a Gary de mi consultorio.
Así que aquí estaba él.
Absorto en su historia, levanté la mirada de mi cuaderno de notas y le pregunté: «¿Sabes lo que pasa aquí?».
Gary me miró, en cierto modo perplejo por la pregunta. «¿Eres quiro-práctico, no?»
Dije que sí con la cabeza, conscientemente decidido a no decir nada más. Se respiraba un sentimiento expectante. ¿Era yo el único que lo sentía?
Llevé a Gary a otra habitación, le coloqué sobre una camilla y ajusté su cuello. Le dije que volviera en 48 horas para revisión y le informé de que había acabado la primera visita.
Dos días después, Gary volvió.
Como la vez anterior, le acosté en la camilla. El ajuste llevó sólo unos segundos. Esta vez le pedí que se relajara y cerrara los ojos... y que no los abriera hasta que yo se lo pidiera. Puse mis manos en el aire, con la palma hacia abajo, a unos treinta centímetros de su torso, sintiendo suavemente sensaciones variadas e inusuales mientras llevaba mis manos hacia su cabeza. Giré mis manos hacia dentro y continué moviéndolas hasta que estuvieron una frente a otra sobre sus sienes. Mientras las tenía allí, miré los ojos de Gary moviéndose de un lado a otro, rápidamente y con fuerza, de lado a lado, con una intensidad que indicaba que no estaba dormido en absoluto.
Me sentí atraído instintivamente a llevar mis manos hacia la zona de los pies de Gary. Puse suavemente mis palmas sobre las plantas de sus pies. Sentía mis manos como si estuvieran suspendidas por una invisible estructura de apoyo. Debido a la deformidad de nacimiento de Gary, su pierna derecha permanecía en su posición rotada hacia dentro incluso cuando estaba echado sobre su espalda. Como yo sólo veía sus calcetines, no tenía ni idea de lo que estaba a punto de presenciar. Fue como si sus pies volvieran a la vida. No sólo que estuvieran vivos como lo están nuestros pies, sino como si se convirtieran en dos entidades vivientes, distintas una de otra, y claramente no las de Gary. Con una embelesada fascinación, observé los movimientos de sus pies. Una conciencia independiente casi parecía presente en cada uno.
De repente, el pie derecho de Gary comenzó un movimiento semejante a un ligero «bombeo» de un pedal de gas. Mientras continuaba este «bombeo», se añadió un segundo movimiento, un movimiento de rotación hacia fuera que llevó su pie derecho desde su posición original de descansar sobre el izquierdo, a una posición con los dedos hacia arriba, que le llevó a que sus dedos miraran hacia el techo igual que lo hacían los de su pie izquierdo. Sin preocuparme de si yo seguía respirando, miré fijamente en silencio mientras los ojos de Gary continuaban moviéndose como un veloz metrónomo de un piano de cola. Entonces su pie, aún bombeando, se volvió a rotar y se colocó en su posición original. La situación se volvió a repetir. Fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Entonces pareció parar. Esperé. Y esperé. Y esperé. Parecía que no iba a pasar nada más.
Caminé a lo largo de la camilla hasta colocarme en el lado derecho de Gary. Aunque no era mi forma de tocar el cuerpo de una persona cuando hago esto, me sentí impulsado a poner muy suavemente mis manos sobre su cadera derecha, mi mano derecha sobre mi izquierda, aunque no directamente una sobre la otra. Miré hacia los pies de Gary. De nuevo, el pie derecho comenzó a moverse, primero de manera bombeante, después reanudando su rotación. Hacia fuera. Hacia dentro. Hacia fuera. Hacia dentro. Hacia fuera.
Esperé. Y esperé. Parecía que no iba a pasar nada más.
Quité las manos de la cadera de Gary, y suavemente, con dos dedos, toqué a Gary sobre el pecho. «¿Gary? Creo que hemos terminado.»
Los ojos de Gary continuaban moviéndose, aunque podía ver que estaba tratando de abrirlos. Unos 30 segundos después, cuando los abrió, Gary parecía un poco aturdido. «Mi pie se estuvo moviendo», me dijo, como si yo no lo hubiera visto. «Pude sentirlo, pero no podía pararlo. Sentí mucho calor por todas partes, entonces sentí un tipo de energía creciendo en mi pantorrilla derecha. Entonces... creerás que esto es un poco loco, pero sentí como si unas manos invisibles estuvieran girando mi pie, aunque no las sentía como si fueran manos en absoluto.»
«Puedes levantarte ya», dije, haciendo lo posible para que no se notara mi perplejidad, tratando aún de asimilarlo. Gary se levantó -por primera vez en 26 años- 1,80 metros de alto, con dos piernas independientes.
Yo miraba con asombrosa gratitud mientras Gary estaba de pie: su columna estaba derecha, y sus caderas niveladas y equilibradas. Su expresión comenzó a reflejar su propio entendimiento de lo que acababa de suceder. Cuando dio un par de pasos, le dije que aún quedaba un poco de cojera, pero nada que ver con su tambaleante giro de pierna de antes. Bastante lejos de eso.
Gary dejó mi consultorio con una enorme sonrisa en su cara, y le miré bajar con elegancia las escaleras.
Señales
Aquel día, la energía había subido claramente un nuevo nivel. ¿Por qué? No lo puedo decir. Simplemente subía a niveles nuevos, a veces cada semana, a veces pasando unos cuantos días, a veces varias veces en un mismo día. Incluso así, sabía que aunque la energía pasaba a través de mí, ni la creaba ni la dirigía. Alguien lo hacía, alguien más poderoso que yo. Aunque había estado leyendo mucho recientemente, lo que me estaba sucediendo a mí no tenía nada que ver con la «energía de sanación» de la que había leído en esos libros. Era más que simple «energía». Llevaba consigo vida e inteligencia más allá de las «técnicas» que llenan las páginas de las revistas de la Nueva Era. Era diferente. Era algo muy real.
Lo que ocurrió esa tarde con Gary no sólo cambió su vida, sino que cambió la mía también. Gary no fue el único paciente con el que trabajé de esa manera, pasando mis manos sobre su cuerpo. Eso había sucedido durante más de un año. No fue el único paciente que recibió una considerable sanación durante la experiencia. Sin embargo, él representa el caso más extremo, el paciente que había comenzado con mayor discapacidad y que había salido de mi consultorio con los resultados más llamativos y obvios. Casi dos docenas de los mejores médicos del país habían sido incapaces de corregir -e incluso mejorar- la forma de caminar de Gary, su postura, o la rotación de su cadera y pierna, pero esta anomalía, y su dolor asociado, habían desaparecido prácticamente. En cuestión de minutos. Se fueron.
Me pregunté una vez más porqué esta energía había elegido aparecer a través de mí. Quiero decir que, si yo estuviera sentado en una nube rastreando el planeta para elegir la persona correcta a la que otorgar uno de los más extraños y jamás vistos regalos del universo, no sé si a través del éter hubiera podido localizar, apuntar con mi dedo entre las multitudes, y decir: «¡Él! Ése es. Dáselo a él».
Quizá no sucediera de esa forma, pero así es como lo sentí.
Claramente, yo no he pasado mi vida sentado en la cima del Tíbet, contemplando mi ombligo y comiendo tierra en tazones, con palillos. Había pasado 12 años trabajando en mi consultorio, tenía tres casas, un Mercedes, dos perros y dos gatos. Era un hombre que de vez en cuando
se mimaba en exceso, miraba más televisión que un aficionado de fútbol en temporada, y creía que había hecho todo lo que se «suponía» que tenía que hacer. Claro, también tenía mis problemas -de hecho, crecieron mucho justo antes de que todos estos acontecimientos extraños comenzaran a suceder- pero, en general, mi vida se desarrollaba de acuerdo con lo planeado.
Pero, ¿el plan de quién? Ésa era la cuestión que tenía que plantearme a mí mismo. Porque cuando miraba hacia atrás, podía ver que había ciertas señales a lo largo del camino de mi vida -sucesos extraños, coincidencias, y acontecimientos- que, aunque no importaban mucho individualmente. .. colectivamente, y con la ventaja de la retrospección, insinuaban que no debería haber caminado nunca por el camino que creía que había elegido.
.
. Simplemente subía a niveles nuevos, a veces cada semana, a veces pasando unos cuantos días, a veces varias veces en un mismo día. Incluso así, sabía que aunque la energía pasaba a través de mí, ni la creaba ni la dirigía. Alguien lo hacía, alguien más poderoso que yo. Aunque había estado leyendo mucho recientemente, lo que me estaba sucediendo a mí no tenía nada que ver con la «energía de sanación» de la que había leído en esos libros. Era más que simple «energía». Llevaba consigo vida e inteligencia más allá de las «técnicas» que llenan las páginas de las revistas de la Nueva Era. Era diferente. Era algo muy real.
.
Pero, ¿el plan de quién? Ésa era la cuestión que tenía que plantearme a mí mismo. Porque cuando miraba hacia atrás, podía ver que había ciertas señales a lo largo del camino de mi vida -sucesos extraños, coincidencias, y acontecimientos- que, aunque no importaban mucho individualmente. .. colectivamente, y con la ventaja de la retrospección, insinuaban que no debería haber caminado nunca por el camino que creía que había elegido.
Capítulo Dos
Lecciones de vida después de la muerte
Existe una razón lógica para todo lo que sucede en este mundo
y en el más allá, y todo es perfectamente comprensible. Algún día, entenderás el propósito divino del proyecto de Dios.
Lois Pearl
El hospital
¿Cuándo nacerá este niño? se atormentaba. En la sala de partos, Lois Pearl, mi madre, había estado haciendo sus ejercicios de respiración y dilatando y dilatando... pero no pasaba nada. No venía el bebé, no dilataba, sólo tenía dolor, y más dolor, y la doctora pasaba a controlarla entre un parto y otro. Intentaba no gritar; estaba decidida a no montar una escena. Después de todo, esto era un hospital. Había personas enfermas.
Pero, la siguiente vez que vino la doctora, mi madre la miró suplicante, y con lágrimas en los ojos, preguntó: «¿Cuándo se acaba esto?».
Preocupada, la doctora colocó con firmeza una mano sobre el abdomen de mi madre para ver si yo había «bajado» lo suficiente como para nacer. La cara de la doctora demostraba que no estaba muy convencida de que fuera así. Pero tomando en consideración el dolor extraordinario que sufría mi madre, la doctora se volvió hacia la enfermera y a regañadientes le dijo: «Pásala dentro».
La pusieron en una camilla y la llevaron a la sala de partos. Mientras la doctora seguía presionando su abdomen, mi madre percibió que la habitación se había llenado de repente con el sonido de alguien gritando muy fuerte. ¡Caramba! pensó, ¡esa mujer sí que está quedando en ridículo! Entonces se dio cuenta de que en esa habitación sólo estaban ella y el personal médico, lo que significaba que los gritos debían ser suyos. Después de todo, sí que estaba montando una escena.
Eso la molestaba de sobremanera. «¿ Cuándo va a terminar esto?»
La doctora le ofreció una mirada de consuelo y una ligera ráfaga de éter. Fue como colocar una minúscula venda en un miembro amputado. «La perdemos...»
Mi madre casi no podía oír la voz entre el rugido de los motores, enormes motores, como los que encontrarías en una fábrica, no en un hospital. Al principio no se oían tan fuerte. El sonido, acompañado de un hormigueo, había comenzado por las plantas de sus pies. Luego empezó a subirle por el cuerpo como si los motores fueran avanzando, oyéndose cada vez más fuertes según ascendían, apagando la sensación en una zona antes de pasar a la otra. Tras de sí sólo dejaban entumecimiento.
Por encima del sonido de los motores, los dolores del parto continuaban con una intensidad manifiesta.
Mi madre sabía que recordaría ese dolor por el resto de su vida. Su ginecóloga, una doctora del tipo de las del campo (práctica, no-me-ven-gas-con-cuentos) era partidaria de que las mujeres experimentaran la «expresión total» del nacimiento. Lo que se traducía en «sin anestesia», ni siquiera durante el parto, a excepción de un chorrito de éter en la cúspide de la contracción.
Por extraño que parezca, ninguno de los doctores o enfermeras parecía distraído. Ahí estaba ese ruido atronador, y nadie en la sala de partos parecía escucharlo. Mi madre se preguntó, ¿Cómo es posible?
Así que los motores y el entumecimiento que dejaban tras de sí, tendrían que haber sido un alivio. Pero al pasar retumbando por la pelvis de mi madre hacia su cintura, se percató de que sabía lo que pasaría cuando llegaran a su corazón.
La perdemos...
¡No! La invadió una sensación de resistencia. Con o sin dolor, no quería morir, se imaginaba a sus seres queridos llorándola. Pero a pesar de su lucha, los motores no se detenían. Seguían sin parar hacia arriba, dejándola entumecida milímetro a milímetro, como si borraran su existencia. No tenía poder para pararlos. Y al darse cuenta de esto, algo extraño pasó. Aunque no quería morir, de pronto una paz la invadió.
La perdemos...
Los motores llegaron a su esternón, su rugido llenaba su cabeza.
Y entonces comenzó a elevarse...
Lecciones de vida después de la muerte
El viaje
No era el cuerpo de mi madre el que se elevaba por el aire. Era lo que ella suponía su alma. La estaban ascendiendo, gravitando a propósito hacia algo. No miró hacia atrás. Sin ser consciente de lo que la rodeaba físicamente, sabía que ya había dejado atrás la sala de partos y sus motores. Seguía ascendiendo, moviéndose hacia arriba. Y, aunque no tenía ningún conocimiento consciente de vida después de la muerte, o de ninguna otra cosa «espiritual», ni siquiera importaba. No se requiere un conocimiento espiritual para reconocer cuándo tu esencia fundamental deja tu cuerpo y empieza a ascender. Sólo puede haber una explicación para eso.
La última cosa de la que mi madre se dio cuenta en la mesa de partos fue que, aunque estaba dejando atrás todo aquello que le era familiar, ya no le importaba. Al principio esto le sorprendió. Tan pronto como dejó de luchar y se «dejó ir», empezó su viaje. Lo que sintió primero fue una sensación de paz general, tranquilidad y ausencia de responsabilidades mundanas. Ninguna de las preocupaciones cotidianas la retenía. No había que cumplir horarios, ni que acometer tareas terrenales, no había que cumplir expectaciones, ni que establecer límites. Ni miedos a lo desconocido. Uno a uno se iban derritiendo... y qué alivio se sentía. Qué gran alivio. Mientras esto sucedía, un sentimiento de ligereza se apoderaba de ella, y se dio cuenta de que estaba flotando. Se sentía tan ligera, con la desaparición de las responsabilidades mundanas, que se elevó a un nivel más alto aún. Y así empezó el ascenso de mi madre, y sólo se detenía para absorber un tipo de conocimiento u otro.
Se elevó a través de una sucesión de niveles distintos, no recuerda un «túnel» exactamente, como han relatado otros que han tenido experiencias similares. Lo que sí recuerda es que por el camino encontró a «otros». Eran algo más que «personas». Eran «seres», «espíritus», «almas» cuyo tiempo en la Tierra ya había terminado. Estas «almas» hablaban con ella, aunque hablar no es la palabra más exacta. La comunicación no era verbal, era más bien como una transferencia de pensamiento que no dejaba lugar a dudas de lo que se estaba comunicando. Allí no existía la duda.
Mi madre aprendió que el lenguaje verbal, tal y como lo conocemos, más que una ayuda es una barrera para la comunicación. Es uno de los obstáculos que se nos pone como parte de la experiencia de aprendizaje aquí en la Tierra. También forma parte de lo que nos mantiene en el ámbito limitado de comprensión en el cual debemos funcionar para poder adquirir maestría en nuestras otras lecciones.
Mi madre se dio cuenta de que el alma -el «corazón» de una persona- es la única cosa que sobrevive o importa. Las almas exhiben su naturaleza claramente. No había ni caras, ni cuerpos, ni nada detrás de lo que esconderse, y a pesar de esto reconocía a cada uno por lo que eran exactamente. Su fachada física ya no era parte de ellos. Se quedaba atrás como el recuerdo del papel que una vez jugaron en las vidas de sus seres queridos, para ser preservados en la memoria de su existencia. Este testamento de la verdad de su ser físico anterior es todo lo que queda aquí en la Tierra. Su esencia verdadera había trascendido.
Mi madre aprendió que nuestra apariencia externa y gestos físicos importan muy poco, y lo superficial que resulta nuestro apego a ellos. La lección que aprendió en ese nivel es que no se debe juzgar a la gente por su apariencia ya sea de raza o color, ni por su credo o nivel de educación, sino que debemos descubrir quiénes son en realidad, ver lo que hay dentro, ir más allá del exterior y contemplar su identidad verdadera. Y, aunque ésta era una lección que ella ya sabía, de alguna forma la iluminación que adquirió allí era infinitamente más compleja, infinitamente más amplia.
Resultaba imposible juzgar cuánto tiempo había pasado. Mi madre sabía que llevaba lo suficiente como para subir por todos los niveles. También sabía que cada nivel enseñaba una lección.
El primer nivel era el de las almas que estaban ligadas a la Tierra, aquellas que todavía no están listas para partir. Aquellas que tenían dificultad para separarse de lo familiar. Por lo general son espíritus que sienten que han dejado asignaturas pendientes. Pueden haber dejado seres queridos con minusvalías o enfermos que dependían de ellos (y son reacios a abandonarles), y permanecen en este primer nivel hasta que se sienten capaces para liberarse de sus ataduras terrenales. O, pueden haber tenido una muerte repentina y violenta que no les dio tiempo a percatarse de que habían muerto, así como del proceso que tendrían que seguir para continuar con el camino de la ascensión. De cualquier forma, siguen sintiendo lazos fuertes con los vivos y simplemente todavía no están listos para irse. Hasta que se den cuenta de que ya no pueden funcionar en ese plano, que ya no pertenecen aquí y que ya no están en esta dimensión, permanecerán en el primer nivel, el más cercano a su vida anterior.
Los recuerdos de mi madre del segundo nivel parecen algo vagos, aunque sus recuerdos del tercero todavía son vividos.
Cuando ascendió al tercer nivel, recuerda haber experimentado un sentimiento fuerte. Sintió tristeza cuando se dio cuenta que este era el nivel de los que se habían suicidado.
Estas almas ahora estaban en el limbo. Parecían haber sido aisladas, y no se movían ni para arriba ni para abajo. No llevaban dirección alguna.
Su presencia carecía de rumbo. ¿Se les permitiría ascender en algún momento para poder completar su lección y evolucionar en su desarrollo? No podía entender que no pudieran. Quizá sólo les estaba llevando más tiempo, pero esto, sintió, era pura especulación. No fue capaz de traer ninguna respuesta consigo. En cualquier caso, estas almas no tenían descanso, y la experiencia de este nivel fue muy desagradable, no sólo para los que tenían que estar allí, sino también para los que pasaban por ahí. La lección de este tercer nivel era indeleble y clara: Suicidarte interrumpe el proyecto de Dios.
Lecciones adicionales
Había otras lecciones que mi madre pudo traer de vuelta. Se le enseñó la inutilidad de llorar por los que se han muerto. Si hubiera algún pesar que experimentaran los espíritus que han muerto, sería el del dolor que sufren los que se quedan. Desearían que nos regocijáramos por su muerte, que «les acompañáramos con fanfarrias a casa», porque cuando morimos, estamos en donde deseamos estar. Nuestra aflicción es por nuestra pérdida, por el hueco que deja esa persona en nuestras vidas. Su existencia, ya fuera una experiencia agradable o desagradable, fue parte de nuestro proceso de aprendizaje. Cuando mueren, perdemos esa «fuente». Con suerte, habremos aprendido lo que teníamos que aprender, o finalmente deberíamos ser capaces de hacerlo, a través de la reflexión sobre la influencia de su vida en la nuestra. Supo que el paso del tiempo -desde que dejamos el cielo para el transcurso de nuestra vida aquí en la Tierra, hasta nuestro regreso- es tan solo un chasquido de los dedos para nuestra conciencia eterna, y que estaremos juntos «momentáneamente». Es entonces cuando nos damos cuenta de que así es como tenía que ser.
Se le demostró que, a pesar de lo terrible e injustas que sean las cosas que le pasan a la gente en la Tierra, no es culpa de Dios. Cuando se mata niños inocentes, o mueren personas buenas después de una enfermedad prolongada, o se daña o desfigura a alguien, no tiene nada que ver con culpa o falta. Son nuestras lecciones para aprender -las que están en nuestro proyecto divino- y hemos acordado llevarlas a cabo. Son lecciones para nuestra evolución, tanto para los que las infligen como para los que las padecen.
En su totalidad, estas eventualidades están bajo la dirección y control de ¡apersona que las experimenta. La acción, o la forma en que se desarrolle, depende simplemente de la dirección que elijamos. Al comprender esto, podía ver lo inapropiado que es cuestionar cómo puede Dios permitir que estas cosas pasen, o, basándose en estos sucesos, cuestionar siquiera la existencia de Dios. Mi madre entonces entendió que hay una explicación perfectamente lógica para todo esto. Era tan perfecta que se preguntó por qué no lo había sabido desde el principio. Y, de alguna manera, al ver el panorama en su totalidad, se dio cuenta de que todo -todo- es como debe ser.
Mi madre también aprendió que la guerra es un estado temporal de barbarismo -una forma ignorante e inepta de solucionar las diferencias, y en algún momento, dejará de existir. Estas almas encuentran la adicción de la humanidad a la Guerra no sólo primitiva, sino ridícula: enviar a hombres jóvenes a luchar en batallas de hombres viejos para adquirir tierras. Llegará el día en que la humanidad verá ese viejo concepto del pasado y se preguntará: ¿Por qué? Cuando haya almas lo suficientemente evolucionadas con una gran inteligencia para resolver problemas, se terminarán las guerras para siempre.
Mi madre hasta descubrió por qué la gente que, para todos los pareceres, habían hecho cosas «horribles» en la vida, se les recibía allí sin juicio. Sus acciones se volvieron lecciones de las que tenían que aprender, y que les harían seres más perfectos. Tenían que desarrollarse a partir del nivel de sus elecciones. Por supuesto, tendrían que volver a la Tierra una y otra vez hasta que absorbieran el conocimiento derivado de las consecuencias trascendentales de su comportamiento. Tendrían que ir de un ciclo de nacimiento a otro hasta que consiguieran evolucionar y finalmente regresar a Casa.
Cuando las lecciones estaban completas, mi madre ascendió al nivel más alto. Una vez allí, dejó de subir y empezó a deslizarse sin esfuerzo hacia delante, y hacia delante, atraída firmemente y a propósito por algún tipo de fuerza. Los colores y las formas más hermosas pasaban a cada lado. Eran como paisajes, excepto que... no había tierra. De alguna forma supo que eran flores y árboles, aunque no se parecían a nada de la Tierra. Estos matices y formas indescriptibles que no existían en el mundo que había dejado atrás, la llenaban de asombro.
Poco a poco, mi madre se dio cuenta de que pasaba rozando una especie de camino, un sendero en el que se alineaban a cada lado almas familiares: amigos, parientes y gente que había conocido en otras vidas. Habían venido a recibirla, a guiarla y a hacerle saber que todo estaba bien. Fue un sentimiento indescriptible de paz y felicidad.
En el extremo del camino, mi madre vio una luz. Era como el sol, tan brillante que tenía miedo que quemara sus ojos. Pero su belleza era deslumbrante. No podía apartar la vista. Para su sorpresa, aunque se iba acercando, no le dolían los ojos. El brillo exquisito de la luz parecía familiar, y en cierta forma confortable. Se encontró rodeada por su corona y supo que la luz era mucho más que un simple resplandor: era el núcleo del Ser Supremo. Había alcanzado el nivel de la Luz de todo-conocimiento, todo-tiempo, todo-aceptación y todo-amor. Mi madre supo que estaba en Casa. Éste era su sitio. Éste era su origen.
Entonces, la Luz se comunicó con ella sin palabras. Con uno o dos pensamientos no verbales, transmitió suficiente información para llenar volúmenes. Expuso su vida -esta vida- frente a ella en fotografías. Era maravilloso verlo; casi todo lo que había dicho o hecho se le presentaba ante sus ojos. De hecho podía sentir el dolor o la felicidad que había dado a otros. A través de este proceso, estaba recibiendo sus lecciones, sin ningún juicio. Pero, aunque no había juicio, sabía que era una buena vida.
Después de un rato, se le hizo saber que la iban a enviar de regreso. Pero no quería ir. Qué chistoso, a pesar de toda la lucha que había opuesto a morirse, ahora ya no quería irse de aquí. Estaba muy en paz, instalada en su nuevo ambiente, su nuevo entendimiento, sus viejos amigos. Quería quedarse para la eternidad. ¿Cómo podían esperar que se fuera?
Como respuesta a sus súplicas silenciosas, a mi madre le hicieron entender que no había terminado todavía con su trabajo en la Tierra: tenía que regresar para criar a su hijo. ¡Parte de la razón de que se le hubiera traído aquí era para que adquiriera una percepción especial para hacer precisamente eso!
De repente, mi madre sintió que la sacaban fuera del corazón de la Luz y la devolvían al sendero por el que acababa de viajar. Pero ahora iba en la dirección opuesta, y sabía que estaba regresando a su vida en la Tierra. Dejar las almas familiares, los colores y las formas, y la Luz misma le hacía sentir un anhelo y una tristeza profundas.
Al retirarse de la Luz, la sabiduría de mi madre empezó a evaporarse. Sabía que la habían programado para olvidar; no debía recordar. Trató desesperadamente de aferrarse a lo que quedaba, sabiendo que decididamente esto no era un sueño. Luchó por aferrarse a los recuerdos y las impresiones, muchas de las cuales ya se habían ido, y sintió una pérdida terrible. Sin embargo, sintió una paz interna, ahora inculcada con el conocimiento de que cuando fuera su momento de regresar a Casa, sería recibida con amor. Esto, supo que sí lo recordaría. Ya no tendría miedo a la muerte.
En ese momento, mi madre escuchó el sonido distante de motores. Esta vez comenzaron en su cabeza y continuaron hacia abajo. Por encima del ruido, empezó a oír voces -voces humanas- y luego el latido de su propio corazón.
Se dio cuenta de que la mayor parte del dolor había desaparecido.
Los motores bajaban, bajaban, bajaban... el ruido disminuía. Pronto ya no quedaba nada de los motores más que un cosquilleo en las plantas de los pies. Y luego ni siquiera eso. Ya había acabado. Había vuelto a lo que la gente piensa que es el mundo «real».
Una doctora de aspecto muy aliviado se inclinó hacia ella, sonriendo. «Felicidades, Lois», dijo. «Tienes un precioso hijito.»
El significado de todo
Todavía no me habían enseñado a mi madre. Primero tenían que limpiarme, pesarme y contar mis dedos. Así que la llevaron a la habitación del hospital. Mientras la llevaban por el pasillo, el sentido total de lo que había experimentado y absorbido de repente la sobrecogió. Intuitivamente sabía que casi había olvidado gran parte de las percepciones que, tan sólo hacía unos instantes, eran suyas: por qué el cielo es azul, por qué el césped es verde, por qué el mundo es redondo y cómo se llevó a cabo la creación, la lógica perfecta de todo ello. Pero también sabía con certeza que hay un Ser Supremo. Hay un Dios.
Había también otro conocimiento que trajo consigo, de una claridad inequívoca: «Hemos sido colocados aquí para aprender lecciones que nos hacen almas más completas. Tenemos que vivir este proyecto en este nivel antes de que estemos listos para pasar a otro nivel. Esta es la razón de que algunas personas sean almas viejas, mientras que otras son almas jóvenes».
En la actualidad, puedes encontrar mucha información sobre este tema en libros de metafísica, pero en aquella época no era así. Las librerías no tenían secciones de Nueva Era, y por supuesto, estas lecciones no se nos enseñaban como parte de nuestras tradiciones religiosas básicas. Mi madre no tenía amigos que hablaran de estas cosas, ni entró en el hospital para iluminarse, ¡simplemente quería que ese feto renuente a salir, saliera de su cuerpo antes de que se volviera loca del dolor!
No obstante, no había duda alguna de que había cambiado. Podía sentirlo, y sabía que, irónicamente, parte del cambio era el resultado de tener que dejar atrás el recuerdo de muchas lecciones. Durante toda su vida ella había sido compulsiva, perfeccionista. Ahora, se encontraba a sí misma deseando personificar cada uno de los principios que le habían enseñado, pero descubrió que no podía recordar la mayoría de ellos. ¿Cómo puedes poner en práctica lo que no recuerdas?
Así que mi madre decidió que ya era hora de relajarse consigo misma... y con los demás. Es decir, que tal vez dejaría que hubiera un poco de polvo en casa, y que no llevaría una botella de desinfectante en los viajes de vacaciones para limpiar los baños de los hoteles, y empezaría a aceptar las cosas como son.
Mientras rodaba en la camilla por el pasillo, apareció mi padre caminando a su lado, manteniendo la calma. Le hizo señas de que se inclinara. «Cuando volvamos a la habitación», le susurró, «tengo que decirte algo que me programaron para que olvidara.»
Cuando estuvieron juntos en la habitación, solos a excepción de dos mujeres en sus camas de hospital, mi madre susurró: «No repitas nada de lo que te diga, Sonny. La gente creerá que estoy loca».
«Yo no.»
Comenzó a describirle todo lo que aún recordaba, tratando de aferrarse a los pocos granitos de arena que aún le quedaban entre los dedos. Mi padre escuchaba en silencio, y ella estaba segura de que él no dudaba de una sola de sus palabras. Sabía que ella nunca podría haber inventado una historia tan loca.
Cuando terminó, el cansancio hizo que se quedara dormida. Le suplicó a mi padre que fuera a casa y escribiera todo tan pronto como pudiera. Esta información era demasiado valiosa para perderla. Él estuvo de acuerdo.
Al despertar, se encontró mirando a la mujer de la cama de al lado. Mi madre la reconoció del día anterior. Todavía estaba grogui, y su primer pensamiento fue: ¡Caramba, qué fea es! Y entonces se dijo a sí misma: «Espera un momento, acabas de experimentar el conocimiento de que la apariencia de una persona no importa». La ironía de la situación la hizo reír.
«Estuviste hablando toda la noche cuando volviste de tener el bebé», le dijo la compañera de habitación.
«¿Ah, sí?»
«Recitabas las Escrituras.»
«¿Y qué era lo que decía?»
«No lo sé, hablabas en otras lenguas.»
¿En otras lenguas? Mamá no sabía ninguna lengua extranjera ni antigua; de hecho, no podía recitar más que el salmo 23, y eso sólo en inglés.
Se quedó recostada en la cama. Muchas preguntas. Si tenía alguna duda sobre lo que le había pasado el día antes, ahora ya no. Algo muy extraordinario había sucedido en esa sala de partos. Ella sabía que no era un sueño, aunque sólo sea porque los sueños no te hacen cambiar, no de una manera tan profunda. ¿Cómo si no podrías entrar en un sueño temiendo a la muerte, y salir de él no sólo sin miedo, sino incluso sintiéndote cómoda con ella, y sabiendo que siempre te sentirías así?
Mi madre quería ahondar más en su experiencia. En particular, quería saber exactamente lo que había estado pasando con su cuerpo en la sala de partos mientras su conciencia estaba en comunión con seres de luz pura.
Pronto descubrió que averiguarlo no iba a ser nada fácil.
Cuando mi madre le preguntó a la doctora si había pasado algo extraño en la sala de partos, le contestaron: «No, fue un parto normal». Según la doctora, la única complicación, y fue muy pequeña, fue la necesidad de utilizar fórceps para poner al bebé en la posición adecuada, una práctica bastante común en aquella época.
Código de silencio
¿Un parto normal?
No podía ser cierto. La frase «parto normal» no coincidía con «La estamos perdiendo».
Luego, mi madre interrogó a las enfermeras que estuvieron tanto en la sala de dilatación como en la de parto, pero no consiguió a nadie que reconociera que mi madre había hablado en otras lenguas, ni que admitiera que había habido algún problema.
No tenían secciones de Nueva Era, y por supuesto, estas lecciones no se nos enseñaban como parte de nuestras tradiciones religiosas básicas. Mi madre no tenía amigos que hablaran de estas cosas, ni entró en el hospital para iluminarse, ¡simplemente quería que ese feto renuente a salir, saliera de su cuerpo antes de que se volviera loca del dolor!
No obstante, no había duda alguna de que había cambiado. Podía sentirlo, y sabía que, irónicamente, parte del cambio era el resultado de tener que dejar atrás el recuerdo de muchas lecciones. Durante toda su vida ella había sido compulsiva, perfeccionista. Ahora, se encontraba a sí misma deseando personificar cada uno de los principios que le habían enseñado, pero descubrió que no podía recordar la mayoría de ellos. ¿Cómo puedes poner en práctica lo que no recuerdas?
quería ahondar más en su experiencia. En particular, quería saber exactamente lo que había estado pasando con su cuerpo en la sala de partos mientras su conciencia estaba en comunión con seres de luz pura.
Pronto
descubrió que averiguarlo no iba a ser nada fácil.
Cuando mi madre le preguntó a la doctora si había pasado algo extraño en la sala de partos, le contestaron: «No, fue un parto normal». Según la doctora, la única complicación, y fue muy pequeña, fue la necesidad de utilizar fórceps para poner al bebé en la posición adecuada, una práctica bastante común en aquella época.
.«Todo salió bien», le dijeron.
Si los doctores y las enfermeras hubieran sido las únicas personas presentes durante el proceso del parto, ése hubiera sido el final de la cuestión. Pero mi madre recordó a una auxiliar que también había estado en la sala durante el parto. Las auxiliares trabajaban en las trincheras. Hacían su trabajo silenciosa y eficientemente, sin aspavientos. A menudo se les ignoraba y casi siempre se les apreciaba poco. Las auxiliares no tenían muchas razones para ocultar la verdad cuando las cosas iban mal.
Así que mi madre abordó a la auxiliar diciendo: «Sé que algo me pasó en la sala de operaciones».
Después de una larga pausa, la enfermera se encogió de hombros. «No puedo hablar de ello, pero todo lo que puedo decirle es que tuvo usted... mucha... suerte.»
¿La perdemos?
¿Tuvo usted suerte?
Esto era suficiente para confirmar lo que mi madre ya sabía: algo especial le había pasado aquel día en la sala de partos, algo más que la felicidad de sacar a mi pequeño ser a este mundo sin el beneficio de la anestesia. Los doctores de hecho, la habían perdido. Había muerto, y regresado. De hecho, llegó a pensar que lo que le pasó no era una experiencia «cercana a la muerte» sino una experiencia de «vida después de la muerte». «Cercana a la muerte» es una idea diluida. Mi madre no había estado cerca de la muerte. Ella murió. Y como otras personas que murieron y volvieron, regresó como una persona distinta. Ahora entendía que cualquier cosa que le pasara en su vida «buena» o «mala», sería exactamente lo que su alma necesitaba en ese momento para poder progresar. «Vas a repetir... hasta que aprendas.» Es parte de la evolución.
Esta lección resultó ser muy oportuna. Acababa de darme a luz y a sus ojos yo estaba fuera del ámbito de lo común desde el momento de mi nacimiento.
¿Era ésta una apreciación típicamente maternal? Probablemente, excepto que mi madre insiste que tuvo claro que yo era distinto la primera vez que posó sus ojos en mí, el día después de mi nacimiento. Yo era el único bebé en la sala de recién nacidos, se acercó a mi cuna con una botella de leche en la mano y se asomó. Estaba boca abajo, despierto. «Hola, pequeño extraño», me saludó. «Estamos solos contra el mundo, tú y yo.»
Al oír su voz me levanté sobre mis antebrazos, e inclinando la cabeza, me volví lentamente hacia la izquierda, luego hacia la derecha, como para estudiar mi nuevo ambiente. Mi madre vio esto asombrada. ¿Cómo era posible? Siempre había sabido que los músculos del cuello de los recién nacidos eran demasiado débiles para hacer una cosa así.
Mi madre iba a dejar el biberón en una mesa cercana, y luego dudó. ¿Quién sabe qué gérmenes podría haber en la superficie de la mesa? Podía verlos subiéndose a la superficie externa del biberón y metiéndose por la tetina, contaminando la leche. Pero, ¿no acababa de aprender que sería mejor ignorar algunas de esas pequeñas obsesiones que la consumían, ya que existía una razón y un equilibrio para todo?
Casi. Mi madre transigió y simplemente colocó un pañuelo entre el biberón y la mesa, mientras me tomaba en brazos. Se enamoró de mí en el instante en que me vio.
Más tarde, cuando la doctora vino a examinarla, Mamá le contó que yo había levantado la cabeza. La doctora dijo con firmeza: «No pueden hacer eso». Luego fue a examinarme a la sala de recién nacidos.
Un instante después, mi mamá oyó la voz de la doctora desde la sala de recién nacidos, en la habitación de al lado. «Caramba», dijo la doctora, y su voz sonaba casi como si me regañara, «se supone que no puedes hacer eso...»
En ese momento, mi madre tuvo la seguridad de que algo extraordinario estaba sucediendo.
Capitulo tres.-
Cosas infantiles
Los niños dicen las cosas más rocambolescas. Art Linkletter
Me han contado que, cuando era niño, aprendía muy rápido pero que me aburría fácilmente. Era imaginativo y caprichoso, pensativo e imprudente, cariñoso y egoísta. Como la mayoría de los niños, estaba convencido de que el universo giraba en torno a mí y a mis necesidades. ¿Y por qué no? Había un límite muy pequeño en mi mente entre lo que deseaba y lo que esperaba conseguir. Creía que todo estaba a mi alcance. Todo.
Incluidos los planes de la familia.
Mi madre tuvo las primeras sensaciones de que llevaba una nueva vida en su vientre cuando yo tenía dos años. La sensación fue como si tuviera dos «revoloteos» distintos, así que estaba convencida de que llevaba gemelos. Un equipo de ginecólogos insistía en que ella estaba equivocada, incluso cuando su barriga comenzó a crecer... y crecer... y crecer. Era una mujer alta y delgada. Por detrás, sólo veías su alta y esbelta silueta, pero cuando se ponía de lado, aparecía un perfil tan extremo que podías poner cómodamente una bandeja sobre su barriga.
Me gustaba escuchar los ruidos sordos dentro del vientre de mi madre. Cuando ponía mi oreja contra ella, las cosas se volvían muy activas dentro. Esto me fascinaba.
Unos cuantos meses después, mi madre estaba de vuelta en el quirófano, pero esta vez le dieron analgésicos. No escuchó motores ni odiseas.
«Expulse con fuerza», le dijeron los doctores en una neblina casi real, y ella lo hizo, y entonces cayó dormida. Un ratito después, la despertaron. «Felicidades, ha tenido una preciosa niña.» Satisfecha (y drogada), asintió con la cabeza y se volvió a dormir. Unos minutos después la despertaron de nuevo. «Expulse con fuerza.»
Bueno, pensó, sabía que esto iba a pasar. Una vez más lo hizo. Lo siguiente que recuerda oír fue: «Felicidades, ha tenido un precioso niño». Sabiendo que había terminado, se permitió deslizarse en un profundo sueño.
Pronto la estaban despertando de nuevo. «Expulse con fuerza.»
«¡Otro más no!»
Ellos se rieron. «No, no, es para la placenta.»
Cuando los gemelos llegaron finalmente a casa, estaba sorprendida de que su primer hijo, yo, parecía menos satisfecho.
«¿Qué pasa?», preguntó.
«No los quería», dije.
«Dijiste que los querías», respondió cariñosamente.
«No, no lo dije.»
«Dijiste que querías un hermano y una hermana.»
Con las piernas abiertas y el puño firmemente plantado en mi cadera, miré a mi madre a los ojos. «Dije que quería un hermano o una hermana. Oooooo una hermana. Devuelve uno.»
Poco sabía yo las dificultades que me encontraría para ajustarme a compartir con mis hermanos un espacio que hasta ahora había sido sólo mío. Éste sería el mayor reto (está bien, lección de crecimiento) durante los próximos años.
Abrir la puerta
La cuestión sobre la conducta precoz es: a veces es simpática y otras no. Desde una edad muy temprana, tuve un problema relacionado con la autoridad, y un problema aún mayor relacionado con el aburrimiento. Era una combinación volátil. Si había una pequeña grieta que sabía que no debía explorar, ahí estaría yo. Si había algo que no debía hacer, muy probablemente lo hacía. En palabras de mi madre, para mantenerme ocupado, yo me hice ingenioso con «trampas» y explicaciones. Rendirse al sueño es una forma de rejuvenecer. E incluso entonces, tenía miedo de que mientras dormía me perdiera algo.
Un ejemplo de una de mis trampas implicaba a mi abuela materna, «Nana». Un día, no mucho después de la llegada de mi hermano y mi hermana, Nana vino a casa para ayudar. Esto le permitía a mi madre un descanso muy necesario. Mi hermano y mi hermana estaban en sus cunas, y yo estaba temporalmente ocupado con la tele. Tres grandes ollas de aluminio, una llena de pañales, y las otras con biberones, estaban hirviendo en la cocina, y una tanda de ropa acababa de secarse en el sótano. Nana bajó a buscar la ropa. Trabajando duro, rápido y de forma práctica, Nana intentaba darse prisa porque sabía que no era una buena idea dejarme solo mucho rato. Con los brazos cargados de ropa limpia, perfumada y doblada en un cuidadoso montón, comenzó a subir las escaleras. Mirando por encima, de repente vio que la puerta del sótano se cerraba. Trató de correr, pero la puerta se cerró antes de que pudiera llegar. Sonó el cerrojo.
Inclinándose sobre la puerta sujetando el montón de ropa, Nana liberó una mano y comprobó el picaporte. No giraba. «Abre la puerta, Eric», dijo con una dulce y controlada voz.
Con una voz más suave aún, dije: «Oh-oh».
«Vamos, venga, abre la puerta.»
«Oh-oh.»
Nana sabía que conmigo no funcionaba ponerse firme. Pero no se iba a dejar ganar por un niño pequeño, aunque precoz, especialmente con tres ollas de agua hirviendo en una habitación y dos bebés durmiendo en otra. Así que intentó una nueva estrategia. «Te apuesto a que no puedes llegar al picaporte de la puerta», dijo, jugando con mi rebeldía.
«Sí, sí que puedo.»
«Apuesto a que no.»
Hubo un silencio.
Nana comenzó a sudar. Ella casi podía oír el sonido de mi cerebro runruneando, calibrando la situación. Pero finalmente, como ella esperaba, tuve que probarme a mí mismo. Empujé el picaporte un poco. Ella escuchó el suave ruido.
«Apuesto a que no puedes abrirla», dijo.
«Sí, sí que puedo.»
Una vez más llegó el desafío dulcemente disfrazado: «Apuesto a que no».
Hubo otra larga pausa. La ropa se estaba volviendo más pesada en sus brazos. El mecanismo de cierre consistía en un pequeño picaporte que empujabas y girabas. Sonaba un pequeño che si lo abrías, y Nana esperaba el sonido. Tenía que moverse rápido. No quería hacerme daño al abrir la puerta rápidamente, pero esa parecía ser su única posibilidad.
No me pude resistir.
Nana empujó rápidamente la puerta, y se abrió más rápido de lo que ella esperaba. La ropa aún caliente, perfumada y doblada cayó por el suelo. Yo me caí antes de poder salir corriendo. Conmocionado, me quedé allí sentado llorando.
Nana corrió a apagar el agua hirviendo y volvió a consolarme. Yo sólo tenía dos años y medio, y ya entonces, Nana sabía que su carrera como niñera se había terminado.
En las nubes
Nana era la madre de mi madre, y «Bubba» era la de mi padre. Bubba era cálida, fuerte, una abuela al estilo antiguo que podía dar esos enormes y succionadores besos europeos, de esos que dejan marca. Estaba llena de vida, con una energía inagotable y un sentido del humor subidito de tono, que a menudo sonrojaba a alguno de los parientes más «conservadores». Se sentaba cerca de mí en las cenas festivas; y cuando me quedaba por las noches en su casa, me llevaba a su jardín por la mañana a buscar fresas y otras frutas, y después preparaba un gran desayuno. Más tarde, me levantaba en brazos como si fuera una pluma mientras ella limpiaba, quitaba el polvo, aspiraba, y hablaba por teléfono. Me encantaba tanto ese movimiento, que sentía como si estuviera navegando por el espacio sin usar mis pies. Más y más rápido, eso era lo que yo quería. Caramba, cuánto la quería.
Un día de enero, Bubba entró en el hospital y nunca salió.
Por lo visto, mientras yacía en su cama del hospital, sintió un dolor en el pecho, alcanzó el botón para llamar a la enfermera, pero no lo apretó.
Ahora mis padres tenían que ocuparse de la repentina desaparición de Bubba de mi vida.
«Se ha ido a dormir», me dijeron, «y no se despertará nunca más.» Lo pensé un rato, luego lo descarté. «Yo puedo despertarla», dije. «Apuesto a que si ponemos tres aspirinas en su boca y saltamos en su barriga, se despertará.» Lo de saltar sobre su barriga fue mi estrategia adicional, algo que ayudaría en caso de que el sabor de las aspirinas disolviéndose en su lengua no fuera suficiente estímulo para que ella abriera los ojos y volviera a la vida.
Ésa fue una de las pocas veces que recuerdo ver a mi padre llorando.
El funeral se celebró poco después. No se me permitió asistir. Mis padres creían que, con cinco años, podría ser demasiado traumático para mí ver el cuerpo de mi abuela sin vida. Bubba se fue, y todos pudieron decirle adiós menos yo.
Por la noche me acostaba en la cama y pensaba en ella. A veces lloraba sin que se me oyera. La echaba de menos, y aunque no comprendía el concepto en aquella época, no tenía la sensación de cierre.
Mientras tanto, sabía que aunque no había podido darle mi adiós a Bubba, ella no me había olvidado. Sabía exactamente dónde estaba y sabía que ella me cuidaba como siempre lo había hecho. Lo sabía porque ella me ayudaba cuando lo «necesitaba», como cuando estaba jugando fuera de la casa con mis amigos y comenzaba a llover. Todo el mundo se iría a casa y el juego terminaría, entonces yo les decía a todos: «Que no se vaya nadie; volveré enseguida». Mientras todos se acurrucaban bajo mi porche cubierto, me iba corriendo a un lado de la casa donde no pudiera verme nadie. Entonces, miraba hacia el cielo y decía: «Bubba, ¿podrías hacer que dejara de llover?».
Y la mayoría de las veces, dejaba de llover. Parecía que mi Bubba no me había dejado después de todo.
Conflictos con el colegio
Pronto llegó el momento de ir a la escuela infantil. Desde el momento en que crucé la puerta, el colegio me aburrió como una ostra. La mayoría del tiempo lo pasaba soñando despierto, pero no las típicas fantasías de un niño: jugar al balón, ser un héroe, luchar con monstruos. (Bueno, algunas veces luché contra un enorme tornado o dos... ¿pero no lo hemos hecho todos?) Con cierta frecuencia yo imaginaba que era el Oráculo de Delfos. Yo no sabía quién o qué era el Oráculo de Delfos, pero de alguna manera yo me veía sentado en una cueva lejana atendiendo a multitud de personas que recorrían largas distancias para pedirme consejo.
También pensaba cosas que sólo yo sabía que podía realizar, como pasar mis manos a través de las paredes. Estaba seguro de que si pudiera encerrarme en mi habitación durante tres días, podría adivinar cómo hacerlo. Lo curioso era que nadie parecía estar dispuesto a dejarme probar. Probablemente ellos intentaron hacerlo cuando eran niños y decidieron que era una pérdida de tiempo.Si los profesores no estaban de acuerdo con mis ensoñaciones, probablemente les gustaba menos aún mi falta de atención. Era bastante revoltoso: me portaba mal y dirigía la atención hacia mí, o los ignoraba y me perdía en mi propio mundo. Antes de que acabara mi primer año, había tenido problemas tantas veces que mi madre al final rompía a llorar delante del director.
«¿Cuándo se va a acabar esto?», sollozaba, repitiendo inadvertidamente las palabras que utilizó cuando nací.
«Cuando consiga interesarse por algo», dijo el director.
«¿Cuándo ocurrirá eso?»
«Puede pasar en cualquier momento.» El director hizo una pausa y después sonrió. «A mi hijo, no le sucedió hasta el instituto.»
No era que yo no tuviera intereses; sólo era que ellos no se manifestaban en el colegio. Cuando mi abuelo me dio una caja de relojes viejos y rotos, me fascinó. Era cuando los relojes eran complejos misterios de pequeñas piezas relacionadas (antes de la revolución digital). Cada vez que se rompía uno de sus relojes, si el relojero no podía arreglarlo, él lo metía en una vieja caja de puros con otros de similar destino. Un día me trajo este «cofre del tesoro» de relojes rotos. Ninguno de los que había en la caja funcionaba, y por supuesto todos eran demasiado grandes para que yo los llevara, pero no me importaba. Yo quería jugar con ellos a todas horas. Y eso hacía. Soplé uno y empezó a hacer tic-tac. Soplé otro, y también lo hizo, después se paró. Aun tercero que no lo podía soplar, lo agité un poco. Sujeté con fuerza el que había empezado a funcionar y luego se había parado durante unos minutos. Comenzó de nuevo y siguió. Sujeté al que había agitado, y empezó a funcionar. Pronto estaba «arreglando» los relojes viejos de mis amigos. Supongo que es una forma de ir en contra de algún principio lo que hace que los relojes se rompan cuando algunas personas los llevan puestos.
Pero para algunas personas, la habilidad para reparar relojes sin abrirlos no era tan importante como la habilidad de colorear con rotuladores y recitar bien Dicky Jane. Mis defectos académicos eran considerados con tanta severidad que cuando llegué a segundo o tercer grado, una trabajadora social vino a casa a comprobar el ambiente y ver por qué no alcanzaba los objetivos escolares. Poco después de que llegara, le pregunté si podía explicarme el «infinito». Nerviosa, se puso de pie y salió corriendo de la casa.
«Tendré que hablar con el director sobre esto», gritó por encima de su hombro.
Si lo hizo, nunca me contó lo que había aprendido.
Ahora, el cierre
Había una buena razón para contemplar las cosas de una infinita naturaleza, porque en esa misma época, estaba a punto de sufrir otra pérdida: mi perra. Seda, un Doberman Pinscher, ya tenía dos años cuando yo nací, aunque soportaba graciosamente mi comportamiento infantil, incluido el hábito de utilizar su labio inferior como un asidero en el que agarrarme para ponerme de pie cuando estaba aprendiendo a caminar. Se había quejado con dolor pero nunca me mordió ni me gruñó. De alguna manera sabía que yo era un niño y que necesitaba amor y protección.
Adoraba tocar las cosas que estaban frías al tacto, incluyendo las orejas de Seda. Cuando se dormía cerca de mi cama, ponía mi brazo sobre su costado y agarraba su oreja fría suavemente entre dos dedos. Al tocarla, su oreja se volvía tibia (lo que yo no quería), así que cambiaba a su otra oreja, y luego al revés cuando ésa se había calentado. Cuando ambas orejas se habían calentado demasiado como para ser interesantes, dejaba que Seda se fuera para que se enfriaran otra vez. Unos diez minutos después, sonaba un ladrido en la puerta principal -su señal- y yo sabía que estaba lista para entrar y hacerlo otra vez. Después de dos ciclos completos de este ritual, me quedaba completamente dormido.
En la época en que yo tenía 10 años, Seda tenía 12 (que es 84 en años de perro) y problemas de salud. Mi madre y mi padre habían llegado al acuerdo de que, en el momento en que no se pudiera hacer nada más por ella, no dejarían que sufriera; la dormirían.
Éste había sido el año más difícil de Seda. Había veces que, aunque lo intentaba, esta perra que me ayudó a aprender a caminar no podía ni ponerse en pie. Era tremendo para un adulto ver esto, más aún para un niño. Removió todo mi mundo. Era el momento de llevarla al veterinario, y estábamos bastante seguros de que ésta iba a ser la visita.
Era casi Acción de Gracias. Decidimos esperar uno o dos días después de la fiesta. El Día de Acción de Gracias, mi madre le dio a Seda una fuente grande de pavo relleno con salsa y puré de patatas.
Seda, cuya dieta consistía poco en comida de «personas», dudó. Parecía algo confusa, nos miró buscando aprobación, y decidió no cuestionarla y comió su última comida.
El día siguiente, la llevamos al veterinario. Mi madre se quedó en casa esta vez. Al recordar cómo me había sentido al no poder despedirme de Bubba, insistí en ir con mi padre. Sentado en la sala de espera con los olores medicinales y las pinturas al estilo de Norman Rockwell de perros
que juegan a las cartas, parecía todo muy frío. Mi padre salió y me contó lo que pasaría: iban a dormir a Seda. ¿Quería estar ahí? Seguí a mi padre y al veterinario mientras llevaban a Seda por los viejos pasillos y salían por una puerta trasera a un jardín. Le dije adiós y vi cómo el veterinario le ponía la aguja. Después de unos segundos, se desplomó suavemente en el suelo. Levantaron a Seda y la metieron en un crematorio.
Esa noche y muchas otras posteriores, lloré de nuevo por un ser querido. Esta vez, sin embargo, hubo cierre. El infinito no parecía estar muy lejos, ni la eternidad.
Naturaleza / Nutrición
Cuando pasé de la escuela infantil a la escuela primaria, mi sentido de individualidad creció de alguna manera. Todavía me aburría fácilmente y pasaba mucho tiempo con mis ensoñaciones, pero en una extraña ocasión cuando se me asignó un profesor motivador y que hacía pensar, destaqué por encima de todas las expectativas. Desgraciadamente, igual que ahora, tales profesores eran la excepción, no la regla.
La atmósfera en casa permitió que yo me desarrollara más de lo normal a mi edad. Mis padres me trataban como a un adulto: no me hacían callar, sino que me incluían en las conversaciones y decisiones, reconociéndome como una persona cuyas opiniones importaban.
No podía esperar a volver a casa de la escuela todos los días. Me parecía que siempre había personas fascinantes por conocer. Mis padres invitaban a una gran variedad de amigos con grandes conocimientos: antropólogos, psicólogos, artistas, doctores, abogados, etcétera. (Y para hacer las cosas incluso más estupendas, este diverso grupo inspiraba una selección de cocina deliciosa acompañada de sabores y olores maravillosos.)
Y dado que mi casa era de mentalidad tan abierta, y me daba la posibilidad de descubrir personas tan diversas, era sencillamente natural que continuara teniendo un desafío con una autoridad dictatorial y desigual (o debería decir, que una autoridad dictatorial y desigual continuara teniendo un desafío conmigo)
La dirección de la escuela secundaria era estricta respecto a la puntualidad de los estudiantes. Aunque vivía a un paseo del instituto, casi siempre llegaba tarde por la mañana. Un minuto aquí, un minuto allí, no era importante, excepto para la dirección. Si los estudiantes llegaban a la escuela después de que la campana sonara, debían pedir un permiso de retraso.
El problema era que la escuela no daba un permiso de retraso a los estudiantes a menos que trajeran una nota de casa. Hacía las cosas con tan poco tiempo que nunca sabía cuándo iba a llegar tarde, y no podía conseguir una nota de casa sin volver allí para pedírsela a mi madre. Por lo tanto, me perdía continuamente la primera media hora de clase. ¿Por qué me resultaba tan difícil salir de casa 15 minutos antes? No tenía sentido, pero tampoco cambiaba. Simplemente parecía que yo no funcionaba con el mismo concepto de tiempo que el resto; pensé que si salía de casa todas las mañanas a las 8:01 a.m. y caminaba suficientemente rápido, podía llegar a la escuela antes de las 7:50.
Al final, le pregunté a mi madre si le importaría que yo me escribiera mis propias notas de retraso para aquellas mañanas y las firmara con su nombre si fuera necesario. Considerando la alternativa de perderme una asignatura completa por ir y volver cada mañana, aceptó de mala gana.
Un día el jefe de estudios de la escuela me vio escribir mi propia nota de retraso. Era un tipo peculiar y ex militar cuyo hijo podía haber sido el típico niño con problemas conductuales (te hace pensar, ¿verdad?). Señalando la nota que yo estaba escribiendo, gruñó dándose una importancia indignante: «¿Qué está haciendo usted?».
«Me estoy escribiendo una nota de retraso», fue mi tranquila respuesta.
«Usted tendrá que ir a la sala de arresto por falsificar la firma de su madre.»
«No. No iré. La falsificación es sin conocimiento o consentimiento. Y tengo ambos.»
Respuestas como ésa no me hacían ganar la simpatía de mis profesores. «¿Cuál es su nombre?», preguntó el jefe de estudios.
«Eric Pearl.» Me puse de pie, guardé mis cosas, y miré al hombre a los ojos. «P-E-A-R-L.» Después me di la vuelta y fui hacia mi clase.
Así que, entre estos acontecimientos -estas lecciones- mi joven vida continuó. Mi padre era copropietario y operador de una compañía de máquinas expendedoras junto con su hermano y su padre. También era policía voluntario. Mamá se quedaba en casa criándonos a los tres. También hacía de modelo de vez en cuando y presentaba desfiles de moda. Papá salía de casa antes de las 7:00 a.m., mientras mamá nos metía el desayuno en la garganta como una mamá pájaro alimentando a sus polluelos. No salías de casa hasta que tomaras un buen desayuno y te prepararas un almuerzo para llevar, con «los cuatro grupos de comida» (algo en lo que los padres de aquella época aún creían). A los 13 años, tuve mi bar-mitzvah. Los domingos, a veces asistía a la iglesia con amigos.
Escuela infantil, escuela primaria, secundaria, instituto: nuevos amigos, exámenes, entrega de diplomas, permiso de conducir, selectividad, y por fin, graduación y universidad...
Seguir adelante
Pronto descubrí que la graduación de la escuela secundaria no significaba «libertad»; mis padres estaban decididos a vigilarme de cerca. Pero como de costumbre, yo tenía ideas diferentes. ¿Por qué quedarme en Nueva Jersey? Quería ir a la universidad de California. Parecía que había dicho «al Polo Norte».
«Está muy lejos», insistieron mis padres. Una discusión razonable se convirtió en una bronca creciente.
Al final, se alcanzó un compromiso: podría ir a la universidad a Miami, Florida. Mis padres pensaban que este plan era seguro, no sólo porque Miami estaba dos veces más cerca de mi casa que California, sino también mi abuelo paterno, Zeida-el que me había regalado la caja de relojes cuando era pequeño- se había mudado allí poco después de la muerte de Bubba. La idea era que Zeida podría vigilar al hijo pródigo. Yo era, después de todo, el primer hijo de su primer hijo.
Así fue como mis padres me perdieron durante todo un año.
Me apunté a la universidad de Miami.
Mis padres siempre me habían dicho que yo podía ser cualquier cosa que quisiera ser, que podría hacer cualquier cosa que me propusiera. Esto es un concepto fortificante con el que crecer, pero para mí, esta falta de dirección se convertía cada vez más en un problema según me iba haciendo mayor y comenzaba a pensar en buscar una carrera. Ser cualquier cosa y hacer cualquier cosa no me ofrecía precisamente una clara orientación. La cuestión era que nada me interesaba, así que no había nada que «me propusiera».
Inmediatamente me dediqué a... unos estudios completamente incoherentes. En el espacio de un año, consideré no menos de tres carreras: psicología, derecho y danza moderna. No tenía ni idea de lo que quería hacer. Y, como siempre, nada conseguía mantener mi interés.
Zeida lo observaba al vivir por mi cuenta en Miami; yo estaba evolucionando y él quería ver la continuación de este proceso. Sin pedir permiso a mis padres, abrió la puerta a la posibilidad de pasar mi segundo año de estudios en el Mediterráneo. Ésta era una propuesta muy atractiva. Mientras las visiones de Roma y Atenas flotaban en mi mente, Zeida «definió» Mediterráneo. Él tenía un nombre cariñoso para ello. Lo llamaba Israel. Yendo un paso más allá de la situación, como era habitual, Zeida compuso un plan de estudios de un año en Jerusalén, un programa para estudiantes americanos. Entonces se ofreció a subvencionar la aventura. ¿Cómo podrían decir que no mis padres?
Más que leche y miel
La mayoría de los estudiantes que viajan a Israel esperan que Dios descienda de los cielos, y que la leche y la miel fluyan en abundancia por las calles. Estaban desilusionados. Sin embargo, yo fui allí esperando poco más que un año fuera de Estados Unidos, así que sin expectativas irreales para mi estancia, acabé enamorándome de todo. Hasta entonces, ese viaje a Tierra Santa era el año más potente de toda mi vida. Incluso hoy en día, me despierto de sueños en los que aún me veo entre la gente, los antiguos templos, y las asombrosas vistas del Monte Sinaí.
A mi regreso a Estados Unidos, volví a la misma vida que había dejado atrás. Todo lo que había encontrado en Tierra Santa no había revelado mi verdadero propósito, o si lo había hecho, no lo reconocí. Ahora volvía a encontrarme con mi dilema: elegir una carrera.
Se me había ocurrido una idea el año anterior a mi viaje. Durante mi año en Miami, había tenido una experiencia con el Rolfing, un tipo de masaje de los tejidos profundos diseñado para liberar la musculatura del cuerpo. Algunos de mis amigos se había hecho las 10 sesiones de Rolfing recomendadas, y yo había visto los cambios físicos que habían tenido. Sus fotografías de antes y después eran todo lo que yo necesitaba para decidir ser «Rolfeado» también.
Las sesiones acabaron cambiando la manera en que yo me manejaba y me abrieron a una forma más expansiva de ver el mundo. Basado en el concepto de un lazo de retroalimentación mente-cuerpo, la teoría del Rolfing es que libera tus músculos individuales, y en el proceso, libera el dolor almacenado (físico y emocional, viejo y nuevo). A menudo, según vas pasando por las sesiones, alivias experiencias pasadas mientras la molestia te abandona a ti. Como resultado, tanto tu cuerpo físico como tus emociones se transforman. Ésta nueva existencia, libre de muchos de tus antiguos dolores, te permite moverte, estar, y soportarte de manera diferente. Y cuando te soportas de forma diferente -es decir, cuando ocupas un espacio físico distinto™ ocupas también un espacio emocional distinto.
Impresionado por los conceptos y los resultados, pensé en hacerme terapeuta de Rolfing. Pero mis padres pensaban que el Rolfing podía ser pasajero, dejar de estar de moda, y dejarme profesionalmente encallado. Quizá, sugirieron, podría considerar entrar en el campo del cuidado de la salud que contaba con más aprobación: la quiropráctica. Como mínimo tendría un título como recurso.
Acepté viajar a Brooklyn para hablar con un quiropráctico que me había presentado un amigo de la familia. El doctor me contó la filosofía básica que hay detrás del arte y la ciencia de la quiropráctica. Me explicó que hay una inteligencia universal que mantiene la organización y el equilibrio del universo; y que gran parte de esta inteligencia, llamada inteligencia innata, está dentro de cada uno de nosotros y nos mantiene vivos, sanos y en equilibrio. Esta inteligencia innata, o fuerza de vida, se comunica con el resto de nuestro ser físico en gran parte a través de nuestro cerebro, nuestra columna vertebral, y el resto de nuestro sistema nervioso (el sistema controlador de nuestro cuerpo). Mientras la comunicación entre nuestro cerebro y nuestro cuerpo está abierta y fluye libremente, permanecemos con nuestro estado de salud potencial en condiciones óptimas.
Cuando una de las vértebras se gira o se sale de su posición, puede dar como resultado la presión de nuestros nervios, imposibilitando o cortando la comunicación entre la zona alimentada por estos nervios específicos y nuestro cerebro. Como resultado de esta interferencia, nuestras células pueden empezar a romperse y nuestra resistencia se puede ver debilitada, permitiendo el malestar, predecesor de la enfermedad. Lo que hace un quiropráctico es, pues, quitar la interferencia causada por estas desalineaciones (llamadas subluxaciones) de nuestra columna, y permitir a nuestra fuerza de vida restablecerse de nuevo, devolviéndonos a un estado de salud y equilibrio. En otras palabras, salud a través de quitar la causa, no tapándola o tratando el síntoma.
Cuando me di cuenta de repente de que los dolores de cabeza de la gente no eran el resultado de las deficiencias congénitas de aspirina en la sangre -como nos hacen creer los anuncios de televisión- y que había algo que yo podía hacer para ayudarles, me propuse ser quiropráctico. No me paré a considerar la enormidad de este paso, ni sospeché el papel que finalmente tendría en mi vida. La sincronicidad no era un concepto a tener en cuenta conscientemente.
De pronto, algo hizo «clic». Me inundé de recuerdos de fantasías infantiles -¿o fueron visiones?- de ayudar a gente como el Oráculo de Delfos. Quizá ésta era la forma en que realmente podía hacer algo de ese tipo. Todo lo que sabía en ese momento era que algo de lo que el doctor había dicho me tocó la fibra. Algo de todo esto parecía perfecto, y era suficiente para mí. Estaba a punto de dar mi primer paso en una nueva dirección, una que finalmente me acercaría a mi destino.
SI DESEAS EL LIBRO COMPLETO PUEDES ESCRIBIRME A humbertomontes@gmail.com