- Nani, nani, levántese ya que nos vamos para Buga a misa al Señor de los Milagros, huy que hubo pues…
Un bostezo y la típica voz de ultratumba procedente de ocho horas sin hablar:
- Hay amá no me hagas esto, hoy es domingo, sabes que no me gusta ir a Buga, es aburrido, quiero dormir, toda la semana madrugando al colegio… por favor…
Situaciones típicas de un domingo cuando se crece en el seno de un hogar católico consagrado a la Virgen María y al Sagrado Corazón de Jesús. El punto no era tanto el disgusto por ir a la iglesia, de hecho desde niña me sabía la liturgia, tanto como para reemplazar al cura en alguna eventualidad. Era la aglomeración, la romería, ver gente de tantos lugares me asfixiaba, en algún momento llegué a pensar que sufría de alguna fobia social o algo parecido, pero nunca, creo, estuve al borde para serlo, en fin… Claro que sí podría decir que la gente me intimidaba, y ahora encuentro el motivo del por qué era molesto para mí ir a misa, era el momento en el que el cura decía: “hermanos, daos fraternalmente el saludo de la paz…”, mis manos sudaban e instantes previos mi corazón se aceleraba y se iniciaba el calvario, las manos me las secaba en los pantalones… no soportaba el tener que decir “la paz sea contigo” sonreír entre dientes y darle la mano a todo el que estuviera a mi alrededor sin conocerlo previamente, sin saber su nombre, su pasado, sin saber si quiera dónde habrían estado esas manos antes de estrecharlas con las mías.
Era todo un ritual de penitencia que se complementaba cuando íbamos a la Basílica, pues allí, después del sermón, de la hora de la Paz, tenía que resistir el momento de la “Consagración al Señor de los Milagros”, una consagración que duraba aproximadamente unos cinco minutos e implicaba tener el brazo derecho arriba, entonces para mí, de cinco minutos, pasaban a ser treinta, cosa que me remontaba a los castigos del colegio… el sacerdote era pausado, a cada frase le ponía el sentido y la entonación del caso y mientras pausadamente la pronunciaba, los feligreses debíamos repetir, bueno…yo repetía, pero de manera ingenua lo hacía rápido, como si eso agilizara las cosas.
Finalmente, los padres siempre tienen la razón y hacer enfurecer a mamá no era mi deporte favorito, así que, pese a mi sueño, a mis ganas de seguir en los brazos de mí amado Morfeo, me levanté y me fui a cumplir con mi deber católico.
Una vez más, logré superar la prueba, salimos de la Basílica, el almuerzo fue en el sitio de costumbre, ¿y ahora? Pues hacerle visita a Emilio y Luisita, ese plan si me gustaba, de todos mis tíos, ellos eran mis favoritos, él era la versión en masculino de mamá, un hombre dulce, sonriente, bromista, gracioso, echa cuentos, ella, pese a no ser una tía sanguínea, lo era, la sentía y sentía su amor por mi… unos buenos paisas en todo el sentido de la palabra, tanto, que como gitanos, se habían alejado de su natal Antioquia, radicándose en el Valle.
Llegar a su casa era una celebración, recuerdo la gran sonrisa en sus rostros, esos ojitos chinitos se les apagaban más, no reparaban en atenciones, para la familia siempre era lo mejor.
- Mija y usted cómo ha estado, hacía días que no venía – me decía mi tío mientras me abrazaba y me daba palmaditas en la espalda.
- Bien tío, estudiando…
En mi época de “adolescente”, que entre otras cosas, hagamos un paréntesis con respecto al término, yo lo comparto, porque el adolescente adolece, y sufre al tener que dejar su cómoda vida de infante sin preocupaciones, para enfrentar la realidad y pensar en qué va a pasar con su vida, y sí, yo sin excepción, adolecí de tantas cosas, pero sobre todo adolecí de estupidez y no gocé de un discurso muy nutrido, la timidez y los complejos formaban parte de un mundo lejano, observador, oyente… era mejor escuchar que ser escuchado, así, se pasaba desapercibido y no robaba atenciones. Y escuchar, creo en cierta forma fue un acierto en una familia llena de historias, de juglares. Si bien, salir de casa para mí era un sacrificio, éste resultaba compensado con todas las anécdotas que brotaban de los labios del tío.
Otra de las alegrías al llegar a esa casa, era encontrarse con un personaje peludo, negro azabache, un Chau Chau con una inteligencia extraordinaria, era Tony, el perro de la casa.
- ¿Tío qué se hizo Tony?
- Tony debió haber salido detrás de Andrés que lo mandé para la tienda… ese perro nos cuida a todos, es tan especial y tan bravo el condenado, no puede ver a un gato en el techo porque se pone que se muere de la rabia…
Ese era uno de los pocos temas de conversación que sostenía con mi tío, para mí la magia llegaba cuando él se sentaba a contar historias, esos cuentos fantásticos que solo sucedían en el campo en aquella época, cuentos de espantos y brujas, de esos que le ponían a uno la piel de gallina de solo imaginarse la escena.
- A veces me levanto a media noche a tomarme un vaso de agua y el perro está echado en la entrada de la cocina, apenas se le ven brillar los ojos, a mí me trata de dar susto, Tony me acuerda a ese perro que se me apareció aquella vez en la Argentina, en la finca que era de papá, yo estaba recién casado y me tocó salir a media noche a buscar al médico porque Luisa estaba ardida de fiebre.
Efectivamente esta era la introducción de una de las tantas historias que no me dejaban dormir, pero que con el masoquismo y gusto del caso, siempre las escuchaba.
- Tío y ¿qué pasó? - Le pregunté tragando saliva, expectante -
- Yo creo que eran por ahí la una de la mañana, Luisa había pasado el día enfermosa, había comenzado embarazo y a esa hora ya estaba ardida de fiebre, entonces yo ensillé una bestia para bajar al pueblo y buscar al doctor, estaba haciendo una noche bien bonita se veía clarito; no llevaba tanto de camino, cuando de pronto la yegua se puso inquieta, se frenó y no quiso andar más, la “talonié” ¡oiga y casi me tumba! era como si se hubiera topado con una pared invisible, resopló y se paró en las patas traseras, yo me agarré fuerte de las riendas y en ese momento comenzó a oler a azufre, un frío lo más de raro me entró en los huesos, yo trataba de calmar a la yegua, ¡por Dios que susto! A la distancia pude ver cómo una bola de fuego se acercaba muy ligero hacia mí, y mientras se aproximaba podía distinguir la forma de un perro negro, los ojos parecían dos llamaradas, yo nunca había visto algo igual, creo que ese animal tenía metro y medio de alto, era muy grande, la yegua del susto se sacudió de nuevo tan fuerte que finalmente me tumbó, yo en el suelo solo pude pensar una cosa: “esto es el diablo que anda suelto”, cuando logré pararme ese animal estaba casi a dos metros de distancia, le podía ver la quijada, sus dientes eran amarillos y filosos, las patas eran gruesas parecidas a las garras de un león y mugía como tal, babeaba sangre creo; el olor a azufre se volvió una cosa insoportable, nauseabunda, yo estaba frio del miedo, y de repente como por obra de la virgen, me acordé de don Salvador Henao que una vez me dijo: “vea don Emilio, si alguna vez usted se topa en el camino con algo extraño y le huele a azufre, coja el machete, hágale una cruz con saliva en la punta, rece un padre nuestro y enfrente a esa cosa en el nombre de Dios y si es posible dele un machetazo…”, como no tenía otra opción agarré el machete, le hice la cruz, con la boca seca recé el padre nuestro y en el nombre de Dios enfrenté a esa cosa, no sé de dónde saqué el valor, pero le mandé un machetazo con tanta fuerza que le di en una pata, eso sonó como si le hubiera dado a un tubo de hierro y en el mismo momento en el que lo corté, botó un chispazo con mucho humo y pegó un rugido tan terrible, que me hizo pensar por un momento que ese era el fin de mis días…
A esas alturas ya tenía los pelos de punta el relato era escalofriante, yo había escuchado muchas historias y me las daba de valiente, pero ésta en particular, acompañada con los ademanes y la retórica de mi tío, era el pasaporte para una semana durmiendo en el cuarto de mis padres.
- ¡Virgen santísima favorecedme! Dije, y me tapé la cabeza con las manos… en un momento todo se quedó callado, el olor a azufre se fue tan rápido como llegó y cuando abrí los ojos, no había nada, ni humo, la carretera se veía más clara que antes y la yegua, como si nada hubiera pasado, salió de entre los matorrales. Me santigüé, me monté en la bestia y agarré camino para el pueblo en busca del médico, porque la fiebre de Luisa no daba espera y ya había perdido mucho tiempo.
Esa noche venció la fe, por fortuna, tío consiguió médico en el pueblo, lo llevó a la finca, lograron bajar la fiebre de Luisita y salvaron la vida del bebé, mi primo, que ahora tiene sesenta años y se llama Salvador.
Entre cuentos y la merienda se nos fue el día en Buga, pasadas las siete de la noche nos despedimos y de regreso a casa, no quise irme en la parte de atrás del carro, pensaba en el perro aquel, en la “cosa maligna”… esa noche y durante cuatro noches más dormí al rincón de papá y mamá, todavía recuerdo los reproches: ¡Vio! ahí está muerta del susto, para qué se pone a darle pedal a su tío y si tanto le gustan esas historias, pues escúchelas, pero no les de tantas vueltas que por eso es que se llena de susto y no puede dormir. - El masoquismo creo es algo inherente en el ser, vivimos con el miedo y el dolor a cuestas…
Mi sacrificio dominical obtenía nuevamente recompensa, pues no creo que Morfeo en el mundo de los sueños me hubiera dado la magia que me daban aquellos cuentos. Pasaban días, hasta meses sin ir a saludar a los tíos, pero cuando la ocasión llegaba, ya estaba lista, porque sabía que detrás de nuestra visita familiar, yo ocultaba mi sed de historias, de anécdotas, de esas que ya no se ven.